sábado, 8 de septiembre de 2007

Ruta uno (1)



Subo al colectivo. Me acomodo y busco en mi carpeta la invitación para gritarle al gordo la hora de la lectura. Me quedo pensando, viendo cómo mi amigo se aleja tras la ventanilla trasera de la combi, una, dos, tres cuadras y siento como si el tiempo se hubiera detenido, que no recordaba que tenía que pagar y extiendo el billete para que alguien allá adelante me haga el favor de pasarlo al conductor. Recibo mi cambio, candentes monedas que molestarían terriblemente en mis bolsillos; una a una sopeso el calor de las monedas: queman mucho más que si fuera dinero mal habido; pienso que será imposible ponerlas en mi cartera, que el calor irá creciendo hasta un nivel insoportable, tanto, que me veré deseando las nubes que habían cubierto la ciudad por dos semanas, que no habían dejado pasar la luz del sol. Tan calientes están las monedas que tengo que pasármelas de una mano a otra. Tendré que sacar otro billete cuando venga de regreso, a las siete: nadie va a aceptar estas monedas que para esa hora van a estar al rojo blanco o derretidas; a esa hora ya no hay sol que dé de lleno, la tarde estará vacía de esa luz y las monedas que reciba entonces serán más aceptables; entonces, mientras espero a que empiece la lectura, a las ocho, tendré tiempo para contarle al gordo esta historia en la que las monedas queman tanto que me veo obligado a soltarlas, a jalar sobre mí los ojos de la gente, sus ojos sobre los míos llenos de suposiciones y, avergonzado, mientras recojo mis monedas, me doy cuenta de que casi llego a mi destino, y pido mi parada.

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