viernes, 14 de septiembre de 2007

En tramos de espacio

Candy, mi tío quiere conocerte

1:25. Pensar, hablarme de algo para aplacar este deseo de apresurar los minutos, o para no sentir su transcurso.

La madrugada ha estado llena de canciones en español. No cabe esa música, esa voz, en un automóvil estacionado en algún lugar de la calle, quizá frente a la casa. Se filtra todo, sale todo en torrentes repartiendo su dosis en cada casa casi al mismo instante.
1:20. Cierro los ojos. Las imágenes vuelan hacia mí y están ahora a mi alcance, puedo tocar todo eso con los dedos de la mente, casi sin quererlo; son cosas que nacen de sí mismas, una implicando a la otra, atrayéndose, imbricándose, dejando a la vista parte de su estructura mientras abro puertas y ventanas y caigo en el sueño. Una dulce angustia me aprisiona en el cuarto mientras veo a la muchacha sentada en la cama contigua. Su rizado pelo le cubre la cara. Se ha desvestido y el cuarto está lleno de su fragancia y de su frío. Tiemblo. Ella se para. Se aproxima. Abre los labios y su voz suena melódica diciendo, cantando: ten cuidado con el corazón, y me doy cuenta de que se burla de mí, de que no es ella quien dice eso, de que es una canción que suena en algún lado como una advertencia, como alguien cediéndome su dolor, su miedo, bajándose del árbol de la amargura, dejándome en su lugar. Me doy cuenta de que estoy en un sueño y regreso al cuarto que habito solo. La una veinte de la mañana todavía, como si el reloj se hubiera detenido y no hubiera un tic-tac tocándome, palpándome por dentro del único oído que ofrezco sobre la cama donde duermo de espaldas a la pared. La una veinte de la mañana y hay un sueño recurrente, hay un presentimiento, una revelación en esta manera de querer satisfacer mi duda. Creer que al ver a Candy encontraré una manera de olvidar esta sensación de estar enfermo de tristeza, de muerte, de algo, no sé, de esta estúpida hipocondría que me atormenta desde la una de la mañana los días martes y miércoles de cada semana.
Nunca quise que Candy fuera una muchacha muerta en esta casa, una muchacha que se me aparece en sueños, que llena mi habitación de recuerdos de sueños que quisiera nunca haber vivido, de una vida que quisiera nunca me hubiera ocurrido: una historia en la que una niña puede ver a esa muchacha y le pide que aparezca a mi lado, como para deshacerse de esa visita, como para legarme su desvelo. Ahora hay un enfermo, un hombre que llegó a esta casa con la idea de que llegaba solamente a casa de una prima, hay una habitación extra en la que él es hospedado: ésta, aquí. Aquí he visto morir a Candy, aquí la he visto llorar su inútil muerte física; aquí, envuelto de frío y perfume, paralizado por el miedo y un extraño amor creciente. Reconozco las dos camas, la pared, ahora despintada de verde, el mueble en el que pongo mis libros y mi ropa, la mesa, la silla, las persianas, el piso de mosaicos amarillos. Yo no recurro al sueño, lo juro, es el sueño el que recurre a mí para hacerse real.
El auto de la calle se ha ido, se ha llevado su música. En unos segundos, como en una hora simbólica, cuando sea cuarto para las dos, empezaré a oír el murmullo. Casi no tengo fuerzas para pararme, para abrir la puerta de mi cuarto, para deslizarme sin ruido por el pasillo, para asomarme a la puerta que Alicia, mi sobrina, ha dejado entreabierta, y ver a Candy ligeramente inclinada sobre ella, quizá hablándole de mí
(del libro colectivo inédito EN TRAMOS DE ESPACIO)

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