martes, 25 de septiembre de 2007

. . . de navaja . . .

Manantial de navaja navegable


Para Angel Luna y Bulmaro Narcía C.

...darle la espalda a esa desnuda verdad
ponzoñosa que nos degüella...


Efraín Huerta

La luz del sol que se filtra por la ventana despierta a Carlos, quien siente deseos de levantarse, de salir, de llenar sus ojos de ciudad, de reconocer las risas y los gritos en la boca de cada niño, de cada transeúnte desconocido y saludarlos a todos; de besar a Amanda por última vez y decirle que pese al adiós la va a seguir queriendo, agradecido de que lo haya liberado del remordimiento; sin embargo, se da cuenta de que su cuerpo sigue dormido, aunque puede sentir o recordar o imaginar el peso de la cabeza de ella sobre su pecho.
Mientras intenta moverse la ve de reojo, desde su desesperante perspectiva horizontal; por fin consigue dar movilidad a su brazo derecho. Lo levanta. Le duele. Con esfuerzo lleva la mano hasta la cabeza de la mujer, hunde los dedos en su negra cabellera, la percibe fría. “Si estuviera muerta” piensa Carlos, poetizando, tratando de calmarse, “si de pronto, al levantar su cuerpo, sólo tuviera entre mis manos la cáscara de Amanda, con sus huesos sonando adentro, como para adormecer su muerte. Entonces el ambiente sería una guitarra sonando afuera, una guitarra que es el marido dando mañanitas a una pareja de hipócritas arrepentidos, a una almohada y una cama inmensa, propicia para dejar el sueño de una mujer lleno de gusanos, como una sonaja para hacer dormir al mismísimo sueño”.
Pero el caso es que ella está ahí, fría, pálida, toda rígida, casi impidiéndole la respiración, con todas esas características de los cuerpos metidos en la congeladora de la muerte. Carlos se dio cuenta. Ahora de nada le vale que quiera o no creerlo porque el poema es un cuento que es la realidad punzándole en la espalda, acalambrándole el cuerpo y llenándolo, muy a su pesar, de un pavor creciente, como ese mismo amor que ambos habían dejado crecer y crecer y desarrollarse como una hiedra gigantesca que estuvo a punto de asfixiarlos, que los obligó a traicionar la confianza de Fernán, el mismo a quien él ahora llamaba el marido, que los llenó de vergüenza y complejo de culpa, que los llevó a tomar la determinación de separarse después de casi cuatro meses de aprovechar las ausencias del amigo, del marido, del tonto que lo ama como a un hermano sin sospechar, sin siquiera imaginar que es engañado.
“¿Qué pudo haber sucedido?” se pregunta “¿veneno? ¿pastillas?” y hasta entonces comprende por qué ella no quiso besarlo, por qué le dijo que le reservaría ese último beso para la madrugada, a la hora del adiós, y de cómo se quedó dormida y él también, conteniendo el llanto y el semen, con la mano de ella aferrada a su miembro.
Y la realidad, otra vez, asomándose a la ventana, deslizándose por debajo de la puerta, escurriéndose entre las rendijas, despertándolo, metiéndolo y sacándolo de la locura como en agua hirviente y helada. Le parecía escucharla, la veía, la sentía, pero estaba muerta.
Era sábado. Recordó sus dudas con respecto a visitarla en viernes, a quedarse con ella, y ahí estaba: bajo el peso de la muerta cuyo marido no tardaría en aparecer, puntual como la muerte misma, porque no le iba a perdonar (¿quién habría de hacerlo?) el estar en la cama con su mujer.
El brazo le duele, también la conciencia, y se lamenta: tiene que salir de ahí, arrastrarse como un gusano para salvar su vida, pero no puede hacerlo: no alcanza el borde, apenas puede asirse a los barrotes de la cabecera de la cama metálica; tampoco se atreve a empujar el cuerpo de ella hacia un lado. Ya bajó la mano y sintió la de Amanda aún apretándolo.
Es asombroso cómo el amor y el deseo fueron abandonando su corazón para dar paso al miedo y al asco. Saberla ahí, como una desnuda verdad que no tardará en apestar, como una fría verdad a la que no puede dar la espalda, porque lo único que puede mover, además del brazo, son los ojos, y no basta cerrarlos, porque la puerta de la habitación está fija en su mente. “Si pudiera gritar... ¿serviría de algo? Si llega Fernán es capaz de violarme y después matarme” el pensamiento, otra vez, como un perro ladrándole. Estira el brazo una vez más, se jala de los barrotes de la cama; la desesperación lo hace alcanzar el buró. De reojo ve con horror la mano que aún lo sujeta por el miedo. “¡Un cuchillo! ¡Necesito un cuchillo!” dos ladridos, y recuerda la navaja que Fernán guarda en el buró. Con gran dificultad abre la gaveta, un poco, lo suficiente para tantear y encontrarla. Ahí está: la cuchilla, la guillotina para ese monstruo de cinco cabezas, para esa medusa de cinco serpientes; para arrancar su miedo de sus garras, para retirar su identidad, ilesa, o para mutilarla de sí mismo. “¿Y si por desgracia me la corto?” el perro, ladrando.
—Carlos, no temas —se dice, mientras libera la hoja salvadora—, ánimo, no hay muerte. Hay una mujer.
También hay una puerta que ahora da al albur otra posibilidad; ahora hay una llave que se inserta. Ya es inútil cuanto pueda hacer: otra hoja se empieza a abrir. La navaja sube, sabe de antemano el recorrido. La vida navega en un manantial desde la garganta de Carlos, su cuerpo se mueve. Lo empieza a saber.

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