miércoles, 26 de septiembre de 2007

. . .calle

EN LA CALLE

Primero fue ella, Zoe, la que se paró y se asomó a la ventana, detrás de la cortina, a un extremo. Parecía divertida, así que decidí hacer lo mismo y supe que veía a dos viejecitos: un hombre y una mujer, parados frente al portón del taller mecánico.
—Él la quiso besar —me dijo—, pero ella no se dejó.
Ahora discutían. Me pareció una situación graciosa y, acercándome a mi amor, empezamos a ponerle voz a ese diálogo de manoteos y gestos faciales. Por ejemplo, cuando el señor tendió la mano, dije —'tá bueno pue', dame la mano—, y ante la negativa —'uta, antes me dabas hasta el culito y ahora ni la mano me quieres dar.
La viejecita señaló hacia el noreste, casi hacia donde nosotros estábamos.
—Te conozco desde siempre —dijo Zoe—. No me vas a volver a engañar.
—Nunca vas a cambiar, viejita jodida —dije yo, cuando el señor levantó el puño y ensayó un golpe a pocos centímetros de la quijada de la viejecita.
—Ya vete a la chingada —dijo ella, junto con otras cosas igual de lindas. Entre frase y frase aventurábamos conjeturas, que si se conocían de antes, que si... —Estuvieron casados ¿No lo ves? —me dijo Zoe.
Se despidieron. Frente a nosotros, abajo, en la acera opuesta, pasó el viejo.
—Te digo que eres puerco: hasta viejito sigues escupiendo —dijo ella, corriendo las cortinas.
—Eso no puedes saberlo —le dije—: tu personaje va caminando en dirección contraria: no lo puedes ver. No...
—Sí, sí puedo ver —interrumpió—: aquí estoy, más joven, viendo todo.
—Pues yo estoy allá —dije, señalando en dirección al viejo—, y estoy viendo a una chica que está bien buena.

La muchacha desapareció en la esquina. Volteé a ver a la vieja: se disponía a cruzar la calle. Después vi hacia la casa: arriba, en la ventana, estaba Zoe. Sus manos abiertas me golpeaban el pecho, los hombros, la cabeza. Jugábamos. Reíamos divertidos.

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