domingo, 30 de septiembre de 2007

Calamar

Acumuló suficiente saliva y lanzó el escupitajo. Salió limpio, diagonal, hasta un poco pausado, y lo estampó en el suelo, formando la figura esperada: el calamar. Lo dijo. Dijo: calamar, y le sonó a verbo.
—Calamar mi sed —dijo— el amor que me calama.
A adjetivo:
—Calamado, blanco de amor. Calamar —gritó— ¿qué se busca al amar?
Y sobre él pesaba una prohibición: no escupir. Ella le había dicho que era una cosa fea eso de andar escupiendo, aunque fuera para deshacerse del sabor de las amargas gotas para los ojos; y ahora, el calamar, las diferentes perspectivas que podía darle; inconscientemente, en un principio, ensayaba la figura del animal en el piso y ahora lo lanzaba sobre las hormigas, sobre otros insectos pequeños; ahora lo perfeccionaba.
—Calamar, amargo como el mar; alcalino, alado mar, cala, traspasa, prueba, se cerciora de que existe, de que sale de mi boca y cobra vida. Sí, sí —se dice—: está vivo.

Acumula suficiente saliva. Lanza el escupitajo, hacia arriba. La figura que se aleja verticalmente lo confunde, no reconoce al calamar desde abajo; pero ahí viene, ahí viene, cada vez más, más, más grande y él es tan pequeño, tan indefenso, tan insecto, tan creador de universos.

sábado, 29 de septiembre de 2007

avión

EL AVIÓN

Mientras éste que escribe hablaba con la chica, tratando de concentrar la atención en las palabras y no en las manos embebidas en un asunto de papiroflexia, dulces bloques sonoros fluían de los gruesos labios de la morena; sin embargo (y quizá por lo mismo), era difícil concentrar la atención en las palabras y no en los labios y en las finas manos embebidas en un asunto de papiroflexia.
De vez en vez había también una risa, unos dientes blancos blancos y yo pensaba que el color del papel y los dientes era muy similar, uno entre las manos y el otro entre los labios que yo ya estaba mordiendo mentalmente mientras decía que sí con la cabeza y alcancé a escuchar —¡Me estás dando el avión! y pensé que quería darle mis labios para besar sus manos y detener los dobleces del papel que ella estaba jugando frente a mí, pero es ella quien siempre decide terminar la tarea: —Son diez pesos. —me dirá, dándome el avión de papel, blanco de mi recuerdo (recién hecho).

viernes, 28 de septiembre de 2007

Futuro. . .

FUTURO INMEDIATO


El reloj sonó a las seis. Xavier se levantó rápidamente. Se desesperó tratando de recordar su sueño, sólo consiguió recordar sus deberes, así que buscó entre la ropa sucia algunas prendas que necesitaba lavar para encontrarlas secas a su regreso. No sintió el paso del tiempo: de pronto se vio en la terminal de autobuses, en la ventanilla, comprando el boleto. —Para las diez, por favor. Con descuento para estudiante —dijo, mientras mostraba su credencial de estudiante preparatoriano.
Abordó el autobús que le indicaron. A su lado se sentó una muchacha delgada que quiso hablarle. Él la ignoró descaradamente. “Muy fea” pensó. Se distrajo viendo por la ventanilla y muy pronto se quedó dormido.
No supo cuanto tiempo había pasado cuando sintió una fuerte sacudida. Era la chica. —Oye, se cayó tu libro —le dijo, refiriéndose a una novela que Xavier llevaba y que casi había olvidado. El muchacho se inclinó trabajosamente para recogerla y le dio las gracias. El clima ya había cambiado. Apenas se veía la carretera a causa de la neblina, pero no quiso ponerse su suéter. “Eso de tener que pararme para sacarlo” pensó. En ese momento entraban a una curva. El conductor la tomó despacio pero, al salir de ella, se encontró con otro autobús. Aceleró queriendo rebasarlo.
Estaban ya en el otro carril, acelerando cada vez más sin poder rebasar. El otro autobús aceleró también, para impedirles el paso. Fue entonces cuando vieron el tráiler que venía hacia ellos, cada vez más cerca, más, más cerca.
El conductor dio el volantazo hacia la derecha, primero, golpeando al otro vehículo y después hacia la izquierda. Se precipitaron al barranco. Todavía alcanzaron a ser golpeados por el tráiler ¡Todo fue tan rápido! El golpe, la caída, los gritos; el autobús en el fondo del barranco, a punto de incendiarse. Todo le daba vueltas. Salió trabajosamente por una ventanilla, sangraba por la boca y la nariz. Se arrastró a unos metros del lugar. Fue un gran esfuerzo. Todo se oscureció.
Oyó voces. No podía moverse. Respiraba con dificultad. Olía a medicamentos. Una enfermera le tomaba el pulso. —Ay, muchacho, más te hubiera valido no despertar: te van a amputar las piernas. —dijo, con tono compasivo. Él cerró los ojos.
Despertó. Aún estaba sobre el pasto. El frío le mordía todo el cuerpo. Desde ahí se veía la carretera, a lo alto. El ruido inconfundible de una sirena se unió a los gritos de dolor. Por la pendiente bajaban los paramédicos, también los agentes de la policía federal de caminos. Ya se acercaban. El empezaba a delirar: eran buitres en espera de cadáveres.
Sintió una fuerte sacudida en todo el cuerpo: era la chica. Le dijo que su libro estaba en el suelo. Casi la besó cuando le dio las gracias después de haber levantado el libro. Quiso platicarle su sueño, quiso contarle que le había salvado la vida, pero ella cerró los ojos. Era evidente que fingía dormir para no platicar con él. “Entonces, ¿por qué me dijo lo del libro?” pensó. Hacía frío y ya había un poco de neblina en la carretera. Se paró para sacar su suéter. No pudo hacerlo. En ese momento entraban a una curva que, aunque el conductor tomó despacio, lo hizo caer sobre la joven. Iba a ofrecerle disculpas cuando el conductor aceleró para rebasar, y vio el tráiler. Venía en dirección contraria. El conductor dio un volantazo hacia la derecha. Se oyó el chirriar de láminas y el ruido de cristales rotos al rozarse los dos autobuses. Xavier estaba sobre la chica. Sonó el despertador: eran las seis de la mañana. Se levantó rápidamente. Se desperezó. Trató de recordar su sueño, pero recordó entonces que tenía que lavar algunas prendas antes de salir de viaje. Buscó entre la ropa sucia.

jueves, 27 de septiembre de 2007

...sueño...

EL SUEÑO MÁS GRANDE DE BAJADA

Despertó, una vez más, con esa extraña sensación de encogimiento. Una lucecita en uno de los asientos traseros y los fanales de otros vehículos que transitaban a esa hora por la carretera costera le permitieron echar un vistazo a los demás pasajeros, a su hermano, quien duerme en el sillón de la izquierda, del lado del pasillo.
Lo había sacudido por un hombro. —Gil, Gil, despierta —había dicho en voz baja —¡Me estoy encogiendo!
—Estás soñando. Yo te veo igual —la respuesta de Gilberto, con voz y palabras llenas del aire caliente del bostezo.
—No. Mírame otra vez. No. Sí. Tienes razón: ya me siento bien. —había concluido él, Gustavo, desilusionado, al ver que su hermano se quedaba dormido nuevamente.
—Sí. Tienes razón: ya me siento bien. —Mientras tiene la sensación de que su cuerpo recobra el peso normal.
Ahora, sin embargo, no se hace la pregunta: ¿Por qué todo mundo habla de la pesadez que adquiere el cuerpo en estado de sueño si a él le pasa todo lo contrario? Se siente cada vez más ligero, como si los sueños lo desalojaran a otra dimensión, a otro mundo del que siempre vuelve, como un reloj de arena que se voltea y voltea después de cierto tiempo. Se ha dado cuenta de que los periodos de sueño también son más largos, de que cada vez le cuesta más trabajo despertar y de que cuando lo hace se siente encogido, pequeño; se angustia al no saber concretar un diagnóstico: ¿es real o no el encogimiento? ¿Por qué no sigue una lógica de más a menos?
—Sí. Tienes razón: ya me siento bien.
Lo extraño, ahora, es el lugar. Tantas veces ha viajado sin tener esta molestia y cuántas veces más le ha sucedido que al despertar a media noche le aterra la inmensidad de su cuarto; y toda esa sensación de muerte al dormir por las tardes y el miedo a hacerlo, a creer que cada vez se enfrenta al sueño definitivo, como una especie de ruleta rusa. “¿Será así la muerte?” se pregunta, mientras decide despertar a Gilberto y pedirle que no se duerma, que no lo deje dormir, que lo mantenga despierto; pero no es posible: los párpados le pesan y el cuerpo se hace más leve. Cae en el sueño. El sillón se va haciendo más y más cómodo, más cama enorme, más mullida alfombra, más selva sintética de un micromundo en expansión.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

. . .calle

EN LA CALLE

Primero fue ella, Zoe, la que se paró y se asomó a la ventana, detrás de la cortina, a un extremo. Parecía divertida, así que decidí hacer lo mismo y supe que veía a dos viejecitos: un hombre y una mujer, parados frente al portón del taller mecánico.
—Él la quiso besar —me dijo—, pero ella no se dejó.
Ahora discutían. Me pareció una situación graciosa y, acercándome a mi amor, empezamos a ponerle voz a ese diálogo de manoteos y gestos faciales. Por ejemplo, cuando el señor tendió la mano, dije —'tá bueno pue', dame la mano—, y ante la negativa —'uta, antes me dabas hasta el culito y ahora ni la mano me quieres dar.
La viejecita señaló hacia el noreste, casi hacia donde nosotros estábamos.
—Te conozco desde siempre —dijo Zoe—. No me vas a volver a engañar.
—Nunca vas a cambiar, viejita jodida —dije yo, cuando el señor levantó el puño y ensayó un golpe a pocos centímetros de la quijada de la viejecita.
—Ya vete a la chingada —dijo ella, junto con otras cosas igual de lindas. Entre frase y frase aventurábamos conjeturas, que si se conocían de antes, que si... —Estuvieron casados ¿No lo ves? —me dijo Zoe.
Se despidieron. Frente a nosotros, abajo, en la acera opuesta, pasó el viejo.
—Te digo que eres puerco: hasta viejito sigues escupiendo —dijo ella, corriendo las cortinas.
—Eso no puedes saberlo —le dije—: tu personaje va caminando en dirección contraria: no lo puedes ver. No...
—Sí, sí puedo ver —interrumpió—: aquí estoy, más joven, viendo todo.
—Pues yo estoy allá —dije, señalando en dirección al viejo—, y estoy viendo a una chica que está bien buena.

La muchacha desapareció en la esquina. Volteé a ver a la vieja: se disponía a cruzar la calle. Después vi hacia la casa: arriba, en la ventana, estaba Zoe. Sus manos abiertas me golpeaban el pecho, los hombros, la cabeza. Jugábamos. Reíamos divertidos.

martes, 25 de septiembre de 2007

. . . de navaja . . .

Manantial de navaja navegable


Para Angel Luna y Bulmaro Narcía C.

...darle la espalda a esa desnuda verdad
ponzoñosa que nos degüella...


Efraín Huerta

La luz del sol que se filtra por la ventana despierta a Carlos, quien siente deseos de levantarse, de salir, de llenar sus ojos de ciudad, de reconocer las risas y los gritos en la boca de cada niño, de cada transeúnte desconocido y saludarlos a todos; de besar a Amanda por última vez y decirle que pese al adiós la va a seguir queriendo, agradecido de que lo haya liberado del remordimiento; sin embargo, se da cuenta de que su cuerpo sigue dormido, aunque puede sentir o recordar o imaginar el peso de la cabeza de ella sobre su pecho.
Mientras intenta moverse la ve de reojo, desde su desesperante perspectiva horizontal; por fin consigue dar movilidad a su brazo derecho. Lo levanta. Le duele. Con esfuerzo lleva la mano hasta la cabeza de la mujer, hunde los dedos en su negra cabellera, la percibe fría. “Si estuviera muerta” piensa Carlos, poetizando, tratando de calmarse, “si de pronto, al levantar su cuerpo, sólo tuviera entre mis manos la cáscara de Amanda, con sus huesos sonando adentro, como para adormecer su muerte. Entonces el ambiente sería una guitarra sonando afuera, una guitarra que es el marido dando mañanitas a una pareja de hipócritas arrepentidos, a una almohada y una cama inmensa, propicia para dejar el sueño de una mujer lleno de gusanos, como una sonaja para hacer dormir al mismísimo sueño”.
Pero el caso es que ella está ahí, fría, pálida, toda rígida, casi impidiéndole la respiración, con todas esas características de los cuerpos metidos en la congeladora de la muerte. Carlos se dio cuenta. Ahora de nada le vale que quiera o no creerlo porque el poema es un cuento que es la realidad punzándole en la espalda, acalambrándole el cuerpo y llenándolo, muy a su pesar, de un pavor creciente, como ese mismo amor que ambos habían dejado crecer y crecer y desarrollarse como una hiedra gigantesca que estuvo a punto de asfixiarlos, que los obligó a traicionar la confianza de Fernán, el mismo a quien él ahora llamaba el marido, que los llenó de vergüenza y complejo de culpa, que los llevó a tomar la determinación de separarse después de casi cuatro meses de aprovechar las ausencias del amigo, del marido, del tonto que lo ama como a un hermano sin sospechar, sin siquiera imaginar que es engañado.
“¿Qué pudo haber sucedido?” se pregunta “¿veneno? ¿pastillas?” y hasta entonces comprende por qué ella no quiso besarlo, por qué le dijo que le reservaría ese último beso para la madrugada, a la hora del adiós, y de cómo se quedó dormida y él también, conteniendo el llanto y el semen, con la mano de ella aferrada a su miembro.
Y la realidad, otra vez, asomándose a la ventana, deslizándose por debajo de la puerta, escurriéndose entre las rendijas, despertándolo, metiéndolo y sacándolo de la locura como en agua hirviente y helada. Le parecía escucharla, la veía, la sentía, pero estaba muerta.
Era sábado. Recordó sus dudas con respecto a visitarla en viernes, a quedarse con ella, y ahí estaba: bajo el peso de la muerta cuyo marido no tardaría en aparecer, puntual como la muerte misma, porque no le iba a perdonar (¿quién habría de hacerlo?) el estar en la cama con su mujer.
El brazo le duele, también la conciencia, y se lamenta: tiene que salir de ahí, arrastrarse como un gusano para salvar su vida, pero no puede hacerlo: no alcanza el borde, apenas puede asirse a los barrotes de la cabecera de la cama metálica; tampoco se atreve a empujar el cuerpo de ella hacia un lado. Ya bajó la mano y sintió la de Amanda aún apretándolo.
Es asombroso cómo el amor y el deseo fueron abandonando su corazón para dar paso al miedo y al asco. Saberla ahí, como una desnuda verdad que no tardará en apestar, como una fría verdad a la que no puede dar la espalda, porque lo único que puede mover, además del brazo, son los ojos, y no basta cerrarlos, porque la puerta de la habitación está fija en su mente. “Si pudiera gritar... ¿serviría de algo? Si llega Fernán es capaz de violarme y después matarme” el pensamiento, otra vez, como un perro ladrándole. Estira el brazo una vez más, se jala de los barrotes de la cama; la desesperación lo hace alcanzar el buró. De reojo ve con horror la mano que aún lo sujeta por el miedo. “¡Un cuchillo! ¡Necesito un cuchillo!” dos ladridos, y recuerda la navaja que Fernán guarda en el buró. Con gran dificultad abre la gaveta, un poco, lo suficiente para tantear y encontrarla. Ahí está: la cuchilla, la guillotina para ese monstruo de cinco cabezas, para esa medusa de cinco serpientes; para arrancar su miedo de sus garras, para retirar su identidad, ilesa, o para mutilarla de sí mismo. “¿Y si por desgracia me la corto?” el perro, ladrando.
—Carlos, no temas —se dice, mientras libera la hoja salvadora—, ánimo, no hay muerte. Hay una mujer.
También hay una puerta que ahora da al albur otra posibilidad; ahora hay una llave que se inserta. Ya es inútil cuanto pueda hacer: otra hoja se empieza a abrir. La navaja sube, sabe de antemano el recorrido. La vida navega en un manantial desde la garganta de Carlos, su cuerpo se mueve. Lo empieza a saber.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Después de una violación

DESPUÉS DE UNA VIOLACIÓN


Las grandes ojeras en el rostro del muchacho indicaban que no había podido dormir en las noches anteriores y ahora, día lunes, en la clase de educación física, su mente hacía un viaje retrospectivo, desatendiendo las palabras del profesor.
“Maricarmen ¡Maldita sea! ¿Por qué tenías que estar tan buena?” pensó.
No todo salió como lo planearon, ya que cuando Víctor le tapó la boca, ella le mordió la mano y tuvieron que golpearla para que no siguiera gritando. Ni siquiera veía como un privilegio el haber sido el primero. ¿Qué derecho tenía él para ensuciar esa piel tan blanca? Eso lo pensaba ahora, pero entonces, cabalgando en el lomo del deseo llegó muy lejos. Fue un salvaje. Fueron todos unos salvajes.
Víctor estaba orgulloso “¡Qué culito me tiré, compadre!” diría después; y Ricardo: “No dejamos hoyo sin llenar”. Le dieron ganas de vomitar.
“¡Pobrecita Maricarmen! No debimos haberla dejado ahí, ahí está todo tan oscuro y húmedo, y el maldito Ricardo se llevó hasta sus pantaletas. Dice que como recuerdo. Maldito sádico. ¿Quién es él, quienes somos todos los del tercero “F” para que no nos desprecies? Decían que eras bien puta y no, aún eras virgen ¡Maldita sea! ¡Y no supiste ni quien fue el primero!"
Había leído y oído cómo quedan las víctimas, lo que pasa después. El trauma, el miedo. Un embarazo.
La voz del profesor lo sacó de sus pensamientos.
—A ver, Alfaro ¿Qué pasa después de una violación?
—¿Eh? ¡Ah! Yo... esteeee... —balbuceó el muchacho.
—Dime ¿Qué dije que se hace enseguida de una violación? —preguntó el maestro.
—¿E-e-e-el violador o... o la violada? —dijo Alfredo Alfaro, visiblemente nervioso y sonrojado.
—¿Ya ves? —dijo el profesor, enojado—por andar de pachanguero. ¡Pon atención! Dije que enseguida de una violación, sólo el equipo que tenga la posesión de la pelota para ponerla en juego desde afuera de la cancha podrá efectuar una sustitución. Si una de estas...
Alfredo no supo si el profesor siguió hablando. Salió corriendo, huyendo de sí mismo.

domingo, 23 de septiembre de 2007

LO QUE PASA

Lo que pasa es que empezamos mal, decimos la palabra inadecuada. No quisiera decirlo pero ahora me siento cometiendo el mismo error: lo que pasa es lo que no reprueba, lo que no se queda afuera. Lo que pasa es el cóndor, la moda —aunque luego regresa— y lo que pasa es un programa específico a una hora esperada. Lo que pasa es la eterna, segura sucesión de segundos en el paso del tiempo.

sábado, 22 de septiembre de 2007

Wilber Sánchez nos visita

Instrucciones para cambiar el mundo


Diga usted: pateme.
Regodéese con la sensación de la letra “p” cual silbato navideño que brota de sus labios. Escuche el ambiente: oiga el canto de los grillos, disfrute la tibieza del viento que le da en la cara. La palabra tiene que surgir de sus labios como un susurro amoroso.
Hay fuertes razones para pronunciar esa palabra bajo la soledad que brinda la medianoche. Pateme dijo algún hombre prehistórico y de las piedras que golpeaba surgieron unas chispas que dieron con la hojarasca seca.
En el capítulo VIII del Libro de las revelaciones, legado de de la cultura incaica, puede leerse:
― En la soledad de aquella gruta ¿Cuál es la palabra que por indicación de los dioses dijo Manco Capac?
― Pateme, dijeron al unísono los sabios, y esa fue una palabra que no pudieron descifrar, pero afirmaron que Manco Capac luego de haberla pronunciado ordenó construir Cuzco.
En una versión apócrifa del Corán se afirma que Mahoma dijo pateme antes de emprender la primera hégira a Yathrib, hoy Medina. Hay incluso quien afirma, con cierta temeridad, que el sabio Arquímedes exclamó: ¡pateme! y no ¡eureka! —como afirman los más conservadores— al descubrir el principio que lleva su nombre y con el cual comprobó que la corona del rey de Siracusa tenía menos oro del que debía tener.
Ahora bien: ¿conoce las instrucciones para cumplir con este viejo ritual?
¿No?
Se lo voy a decir, aunque, le aclaro, éstas han sido ligeramente modificadas en función de los tiempos y de las distintas culturas. Advertencia: no tendrá más que una sola oportunidad en toda su vida.
Tome una ducha relajante. Disponga del tiempo que desee siempre y cuando no rebase la medianoche. Disfrute de la ducha. Deje que recorran por su piel una a una las gotas de agua que caen de la regadera. Concéntrese. Sienta a plenitud cada gota que cae sobre su cuerpo. Después de secarse vístase con la ropa más cómoda que disponga. Un abrigo si es necesario para evitar el frío que pudiera distraerlo. Apague las luces. Escuche el canto de los grillos. Cierre los ojos, esto le permitirá escuchar con mayor precisión su propia voz. Calcule, sin mediar relojes, el momento adecuado que marque la medianoche.
Recuerde: si acierta en el tiempo usted puede ser uno de los hombres que marque el futuro de la humanidad. En su esfuerzo puede estar la recompensa que cambie para bien el destino que le ha sido marcado por las divinidades. De lo contrario, la muerte lo espera. Pisa usted terrenos celestes. Un error podría ser fatal y los dioses para este caso no dan segundas partes.
Tenga presente algo más: no importa su lengua materna, pateme es una palabra universal, la única que en el episodio bíblico del Génesis podría permitir, de haberlo sabido, la construcción de la mítica torre de Babel.
—¿Está usted preparado?
—¿Sí? Es entonces el momento adecuado. Diga: ¡pa-te-m-e!
—¿Ya?
Ahora responda:
—¿Cambió en algo el mundo?

viernes, 21 de septiembre de 2007

y va otro

Entre líneas

En cuanto terminé de leer la carta me puse a pensar en lo que en un principio llamé una equivocación o un error debido a su imposibilidad para explicarlo en inglés, el cual dijo no hablar muy bien, aunque quizá sí estaba bien explicado y yo no era tan bueno como creía y estaba embrollándolo todo en mi mente. La carta decía: “ ...you can only get here by telephone...” y casi al final estaba el número: un número sencillo y fácil de recordar.
¿Cómo pudo decir que sólo por teléfono? Seguramente no pensó en la posibilidad de una carta o tal vez se olvidó de que claramente dijo que quería que le contestara. De cualquier forma, ¿cómo le hizo ella para llegar allá? Sonreí y volví a pensar que pudo haber querido decir “reach” en vez de “get”, quiero decir: alcanzarla, llegar a ella con mi voz y no con mi cuerpo, ya que el teléfono no es un medio de transporte.
También tuve la impresión de que posiblemente no quería que fuera a ese lugar, del que dijo estaba en la montaña.
Me pregunté cómo le hacía para vivir entre esa gente, ya que no hablaba español. Además, aunque dijo que era una arqueóloga húngara, estaba convencido de que había algo que yo no me podía explicar, como magia en el aire cuando leía las líneas y, en una especie de visión del futuro, pensé que podría tratarse de una bruja o algo así.
Ansiosamente traté de escribir las primeras líneas pero no pude encontrar las palabras adecuadas. Las que usé me parecieron pobres, carentes del sentimiento que deseaba expresar. En ese instante, casi de manera automática, levanté el auricular del teléfono y marqué su número. Mientras esperaba, me dije que era una estupidez, pero estaba como hipnotizado. Al otro lado de la línea, su voz me sonó familiar, asombrosamente conocida. Me di cuenta de que ésa era la voz que había oído mientras leía, y no la de mis pensamientos. Le dije quién era y, para mi sorpresa, dijo que ya sabía que la iba a llamar. Dije que quería verla porque estaba impresionado y luego me encontré riéndome de ella y tratando de convencerla de que uno puede viajar en camión o en carro o en lo que sea, pero no en teléfono.
—Do you really want to be here? —preguntó.
Dije que sí, que necesitaba estar allá. Le dije que ya sentía que era imposible vivir sin ella. Lo dije de veras. Es chistoso, pero mis palabras actuaban, no contra mis pensamientos, sino por anticipado, ya que en cuanto las pronunciaba, inmediatamente me convencía de que eso era lo que había querido decir.
Dijo que también me amaba y pude sentir su lengua lamiéndome completamente y, sin dolor, empecé a ser succionado por el auricular en un viaje a través de la línea telefónica cuyo destino ya sabía.

jueves, 20 de septiembre de 2007

¿Otro cuento?

RUTA UNO (3)


Vimos, vi que el colectivo se acercaba. Éramos cuatro en la parada y aunque el vehículo parecía lleno, el conductor indicó con los dedos que había lugar para cuatro personas. Decidí pagar desde afuera, antes de subir. Esto me hizo golpear a una muchacha que subía casi al mismo tiempo que yo.
Pensé que era una ventaja el que este vehículo en especial tuviera el toldo un poco más alto que lo otros, ya que pude caminar erguido hasta el último espacio al fondo, frente a la chica con la que había chocado. A mi lado iba otra, la que subió primero. Sentí el hombro derecho de ella rozando mi tetilla izquierda, después, la presión del hombro femenino se hizo más notoria mientras ellas y un muchacho gordo habían ya encontrado víctima que pasara el dinero de su pasaje.
El incidente parecía ser que a la chica de enfrente le faltaban cincuenta centavos. Esto fue motivo de broma entre los pasajeros cercanos a nosotros pero ella pareció no darse cuenta. Pensé que su aparente indiferencia era parte de la treta, que realmente no traía el pasaje completo y que se hacía la sorda, aunque después quiso completarlo.
Mis ojos buscaron los suyos. Quería hacerle plática, preguntarle acerca de su escuela pero no me constaba realmente que fuera una alumna. Volví a concentrarme en la presión del hombro femenino sobre mi pecho. A la izquierda de ella, el muchacho gordo sintió que mi mano le tocaba la espalda; volteó y le pedí que abriera la ventanilla un poco más. Dijo que era imposible. En fin, al acelerar, el vehículo nos proporcionó la ración de viento necesaria para refrescar el interior.
Mi brazo se quedó ahí, casi abrazando a la chica, de vez en cuando ella volteaba como para ver hacia la calle y yo sentía su aliento sobre mi mano. Para distraerme y no tener una erección ahí mismo, pensé que realmente yo era muy bajo de estatura, ya que el techo del colectivo no se veía tan alto, o quizá yo no había caminado totalmente erguido dentro del vehículo, porque el hombro de la chica aún seguía ahí, a un nivel de evidente diferencia.
En esto estaba sumido mi pensamiento cuando sentí las primeras gotas: estaba lloviendo, estaba empezando a llover en el interior de la van.
Dos personas sacaron sus paraguas y los abrieron trabajosamente; otros cuatro, aprovechando la circunstancia de la vecindad, de inmediato se guarecieron de la lluvia. Yo y mis compañeros de al lado y enfrente no fuimos de los afortunados. La lluvia se intensificó y todos nosotros, tristemente veíamos al interior de los otros vehículos en tránsito, tratando de percibir un asomo de maltiempo en ellos y así no sentirnos tan desgraciados, pero nada: todo en ellos parecía en condiciones normales.
Me alegré de no traer conmigo papeles importantes, todo lo demás podía mojarse, incluso mi cartera, pues no traía ningún billete. Pensé que cómo era posible que ni siquiera en esas circunstancias la chica de enfrente se dignara a dirigirme la mirada, mucho menos la palabra; la chica de al lado no tenía interés en hablarme porque eso implicaba que ya no podía seguir sobándose impunemente conmigo, ni echarme su aliento.
El conductor había apagado la luz interior. Pese a eso, vi cómo el maquillaje empezaba a corrérseles y cómo, al empapárseles la ropa, los pezones se notaban, oscuros, bajo la tela clara.
El agua empezó a subir de nivel y yo ya estaba deseando que alguien bajara para que al abrir la puerta toda esa agua se quedara también en la parada, pero no: sólo pude alegrarme de que hubiera ventanillas, y del triunfo del muchacho en su intento de abrir la nuestra, pese a las protestas de los otros conductores quienes venían siendo salpicados por nuestro vehículo.
La lluvia no amainaba, y el agua, hasta el nivel de las ventanillas, no parecía de mucho peligro, excepto en las curvas, pues se formaban olas y nuestras caras eran golpeadas por ese líquido lodoso.
Al fin llegamos a una parada que me pareció propicia y anuncié mi descenso. La chica de enfrente pensó lo mismo que yo porque al levantarme, nuestras cabezas chocaron y me hicieron exclamar un “otra vez”.
Bajé. Qué ridículo me sentí: todo mojado en una parte de la ciudad donde la lluvia aún no hacía acto de presencia.
—Bueno —me dije—, de todos modos es una buena experiencia que escribir. Al llegar a casa me sentaré frente a la computadora.
Nueve cuadras y media hacia la casa fueron cubiertas lo más pronto posible. Desde la acera opuesta vi hacia arriba, hacia la ventana de mi recámara, abierta; vi también los relámpagos y las nubes negras bajo el techo, sobre mi cama. Oí el ruido de la lluvia.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Es tan corriente morirse

Es tan corriente morirse

Morir es retirarse, hacerse a un lado...
Jaime Sabines

Con pasos lentos se introdujo al baño, cerró la puerta y le puso seguro. No pudo seguir conteniendo las ganas de llorar. Un gemido ronco, casi animal, escapó de su garganta al mismo tiempo que abría la llave de la regadera para que el sonido del agua al caer mantuviera su dolor entre esas paredes, o lo llevara disfrazado al exterior.
Sacó la hoja de afeitar del sobre de papel, se recargó en la pared, se vio las muñecas, y poco a poco fue resbalando hasta quedar sentado en el piso azul mientras revivía las escenas del viernes anterior: su novia se besa con un tipo; su adorada respetada “resputada, malditaperra” Claudia entrando a un hotel del brazo del “maldito perro” desconocido que tal vez no tenga la culpa “pero que sí la tiene porque ella es la culpa andando y él la ha tenido más íntimamente”; su sacrosanta “zarcoputa” olvidándose de su poeta “su pendejo aprendiz de poeta”. La sonrisa burlona del día siguiente, el cinismo: “¿Y qué, creíste que te amaba?” La ilogicidad de su deseo de besar aquellos labios infieles a pesar del dolor y la vergüenza que sentía. “¿Lo ves? Tampoco me quieres, es sólo deseo lo que nos une. Creo que ahora nos entenderemos mejor”.

—¡Claudia! —murmuró —¡Claudia!—mientras su mente le anticipó el suave corte de navaja. —Esto es por ti, Claudia, porque crees que mi dolor es cuento y que sufro por placer. Habría sido tan fácil decirte: nada vi, que siga la fiesta. Pero me dolió, me duele aún. Ven, asómate a la herida ahora, ahora que apenas empieza a sangrar. ¡Qué hermoso cuento! ¿verdad? ¡Qué hermoso poema! Duele tanto que hasta parece real.

Mientras hablaba, casi con voz de rezo, imaginó su sangre, joven, roja, mezclándose con el agua y con el agua escurriendo a los drenajes. Enumeró razones: que ese dolor ya lo tenía harto; que era incapaz de encontrar las manos que taparan los oídos de su soledad; que era necesario buscar un agujero donde sepultar su espíritu cobarde. Repitió lo que le dijo a ella: que su dolor no era como ella lo había pintado; que no eran sólo los mordiscos de su desprecio los que le arrancaban a pedazos los deseos de vivir; que no era su cinismo, ni su egoísmo, que era algo más. —Hay que pagar los réditos de un préstamo no deseado —dijo, tratando de convencerse—. Ha sonado el reloj que me indica que estoy fuera de tiempo; la muerte agita un pañuelo en la cara de mis sueños, de mi vida. Es hora de despertar en otro espacio.

Afuera, lejanos, oyó los pasos de su madre, y su voz: —Ya me voy, hijo, si sales me dejas las llaves con tu tía. ¡No gastes mucha agua!

“¡Claudia” pensó “¿desde cuándo me engañas? ¿con cuántos? Maldita, perra maldita”. —A la chingada —se dijo. Se puso de pie. El espejo le devolvió la imagen de un muchacho de nariz moqueante, de barba descuidada. Levantó la navaja a la altura de sus ojos aún llorosos y con la misma se empezó a rasurar, así, sin crema, sin agua, sin jabón. —¡Que me arda! —dijo— ¡para que se me quite lo pendejo!

martes, 18 de septiembre de 2007

UNA MOSCA ME MIRA



...una fuerte nostalgia en el muñón de mi caída.
RAÚL GARDUÑO, Palabras de un muerto


Una mosca me mira. Múltiple imagen la del ser que soy desde sus ojos. Mis ojos, semiabiertos, ven sobre una pata de la silla tirada a mi lado en el suelo de un cuarto giratorio, a esa grande y ruidosa mosca verde que me sabe no muerto.
Hará de mí la casa de sus hijos. Ahora mismo está imaginándome terreno —mortal, putrescible— propicio para la inversión de su tiempo y su esfuerzo; dípteros instintos vuelan hacia mí como a un gran centro recreativo anticipando las delicias de mis miasmas, escalando triunfal todas mis cimas, probando con paciencia su aptitud de espeleóloga, decorando mis paredes internas con larvas cuyo proceso de metamorfosis ayudará a revelar la edad real de mi muerte cuando, después de llamar, abran la puerta quizá derribándola y me encuentren aquí, junto a la silla exenta de hematomas, junto a la pobre silla sin mí, junto a la silla ciega segada de mí, a un lado de la silla enferma de nostalgia de mí, en un no familiar cuadro de moscas.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Sigamos haciéndole al cuento

No todo lo que brilla es ojo

Atraída por el ruido del agua del fregadero, se dirige a la cocina. Ahí está él, con los ojos rojos: señal de que ha llorado, de que no ha dormido en todas esas noches.
—¿Ves? —le dice, burlona, agitando las llaves, acompañando sus palabras con el retintín— así quería encontrarte. Ay sí, lárgate cuando quieras, ni creas que me va a doler —sigue diciendo en tono irónico. El voltea a verla. Seguro que le dijo eso: se lo gritó en su hermosa nariz, dos días atrás, la mañana del jueves, cansado de sus constantes amenazas de abandono. “¡Qué vas a hacer sin mí, infeliz, si ni siquiera sabes hacerte un par de huevos estrellados, si no sabes ni lavar un plato!”. Y ahora, después del escándalo que armó, está frente a él, burlándose, aunque con un dejo de ternura en la cara sin maquillar, con residuos de tristeza en la mirada que él conoce tan bien.
Él, cuyo torso descubierto despierta en ella el recuerdo de la última vez juntos, del hermoso sexo que son capaces de tener, de lo que él sabe hacerle sentir, cierra la llave del fregadero. Lo que él sabe hacerle sentir incluye la ira. La estúpida discusión por la piyama que él no quiso usar, por ejemplo. —El color es horrible, qué ganas de tirar el dinero en tonterías —le dijo. Y ella se fue a la cama lucubrando despedidas y venganzas. Y ahora él cierra la llave del fregadero y camina uno, dos pasos al frente, hacia ella. Y ahora él, con el torso descubierto, trae puesto el pantalón de quizá-ya-no-tan-horrible color como una señal de arrepentimiento y dolor por la pérdida de ella, quien le ve en los labios una sonrisa creciente, una luna que termina siendo una carcajada de película. Ella también empieza a reír. Sus ojos vuelven a brillar como en los primeros días de casados, y con brazos abiertos va hacia él, quien sigue riendo. Antes de que pueda alcanzarlo, oye la voz inconfundible y cantarina de una mujer que viene, seguramente, hacia ellos.
—Mi amor, al mío no le pongas cebolla —dice la chica de bellas piernas bronceadas que combinan a la perfección con el esmeralda de la camisa de la piyama—. Ni mayonesa —agrega, sin reparar en las dos maletas con las que casi tropieza. El sí choca con una al salir atropelladamente de la cocina pero, sin darle tiempo a reaccionar, conduce a la chica de regreso a la recámara.
—Y yo que te partí toda una hermosa cebolla —dice—, ahora te la comes —bromea, casi gritando, aun cuando es bajo el volumen de la música en el estéreo encendido en la revuelta habitación.
En la cocina, la esposa aún no sale de su asombro. Con pasos lentos se dirige al fregadero. “Es sólo una batalla, no la guerra.” Piensa, y decide qué hacer. Hay probóscides que gustan del jamón y del queso amarillo, hay moscas que hacen parada sobre el pan, que sobrevuelan el tomate y las cebollas en la tabla de picar. Otras van a posarse sobre el filo de un cuchillo que ella conoce muy bien.

sábado, 15 de septiembre de 2007

Héroe y suero


A Paco

. . .
Entro luego en ámbito de arenas evangélicas, veo sombras de manos y huelo el vibrante viático de mi Hermano.

DAVID HUERTA

Y así es como todo transcurre en mi visita al hospital: de arriba de la cama, la idea; de arriba viene la idea amarilla a buscar hospedaje a lo largo de las venas del héroe; viene en el nombre del cielo, cayendo gota a gota. Gota a gota desde la bolsa que pende de una cruz de brazos retorcidos viene, viene a buscar hospedaje; en el nombre del cielo toca a las puertas del inmenso, hermoso corazón de mi hermano el héroe.
Yo enumero entonces mis razones para admirarlo. Mientras el suero cae gota a gota, escribo de su destino. Mientras el suero cae gota a gota, medito en lo ambiguo de la frase, mientras el suero cae gota a gota, mientras el brazo del héroe se hace el fuerte.
Y está la ubicación, mi conciencia, el estado de los otros enfermos que comparten pabellón con el héroe, y deseo repetir la palabra hasta el cansancio, jactarme de mi juego, mientras gota a gota gota a gota.
Luego, la admiradora: una mujer bajita y muy coqueta que viene a cada rato a la cama del héroe mi hermano para admirarle el traje, la máscara invisible, la personalidad que pese a la cirrosis no se ha ido. La capa imaginaria le sugiere gozosos y altos vuelos y ve que han sido duras las caídas.
—Hasta dónde has caído, papacito —dice la nueva fan.
—Y todo lo que falta —responde el débil héroe. —Lo malo de la tierra se llama gravedad—murmura el héroe, me mira el héroe, reímos el héroe y yo, y el suero también ríe con nosotros.

viernes, 14 de septiembre de 2007

En tramos de espacio

Candy, mi tío quiere conocerte

1:25. Pensar, hablarme de algo para aplacar este deseo de apresurar los minutos, o para no sentir su transcurso.

La madrugada ha estado llena de canciones en español. No cabe esa música, esa voz, en un automóvil estacionado en algún lugar de la calle, quizá frente a la casa. Se filtra todo, sale todo en torrentes repartiendo su dosis en cada casa casi al mismo instante.
1:20. Cierro los ojos. Las imágenes vuelan hacia mí y están ahora a mi alcance, puedo tocar todo eso con los dedos de la mente, casi sin quererlo; son cosas que nacen de sí mismas, una implicando a la otra, atrayéndose, imbricándose, dejando a la vista parte de su estructura mientras abro puertas y ventanas y caigo en el sueño. Una dulce angustia me aprisiona en el cuarto mientras veo a la muchacha sentada en la cama contigua. Su rizado pelo le cubre la cara. Se ha desvestido y el cuarto está lleno de su fragancia y de su frío. Tiemblo. Ella se para. Se aproxima. Abre los labios y su voz suena melódica diciendo, cantando: ten cuidado con el corazón, y me doy cuenta de que se burla de mí, de que no es ella quien dice eso, de que es una canción que suena en algún lado como una advertencia, como alguien cediéndome su dolor, su miedo, bajándose del árbol de la amargura, dejándome en su lugar. Me doy cuenta de que estoy en un sueño y regreso al cuarto que habito solo. La una veinte de la mañana todavía, como si el reloj se hubiera detenido y no hubiera un tic-tac tocándome, palpándome por dentro del único oído que ofrezco sobre la cama donde duermo de espaldas a la pared. La una veinte de la mañana y hay un sueño recurrente, hay un presentimiento, una revelación en esta manera de querer satisfacer mi duda. Creer que al ver a Candy encontraré una manera de olvidar esta sensación de estar enfermo de tristeza, de muerte, de algo, no sé, de esta estúpida hipocondría que me atormenta desde la una de la mañana los días martes y miércoles de cada semana.
Nunca quise que Candy fuera una muchacha muerta en esta casa, una muchacha que se me aparece en sueños, que llena mi habitación de recuerdos de sueños que quisiera nunca haber vivido, de una vida que quisiera nunca me hubiera ocurrido: una historia en la que una niña puede ver a esa muchacha y le pide que aparezca a mi lado, como para deshacerse de esa visita, como para legarme su desvelo. Ahora hay un enfermo, un hombre que llegó a esta casa con la idea de que llegaba solamente a casa de una prima, hay una habitación extra en la que él es hospedado: ésta, aquí. Aquí he visto morir a Candy, aquí la he visto llorar su inútil muerte física; aquí, envuelto de frío y perfume, paralizado por el miedo y un extraño amor creciente. Reconozco las dos camas, la pared, ahora despintada de verde, el mueble en el que pongo mis libros y mi ropa, la mesa, la silla, las persianas, el piso de mosaicos amarillos. Yo no recurro al sueño, lo juro, es el sueño el que recurre a mí para hacerse real.
El auto de la calle se ha ido, se ha llevado su música. En unos segundos, como en una hora simbólica, cuando sea cuarto para las dos, empezaré a oír el murmullo. Casi no tengo fuerzas para pararme, para abrir la puerta de mi cuarto, para deslizarme sin ruido por el pasillo, para asomarme a la puerta que Alicia, mi sobrina, ha dejado entreabierta, y ver a Candy ligeramente inclinada sobre ella, quizá hablándole de mí
(del libro colectivo inédito EN TRAMOS DE ESPACIO)

martes, 11 de septiembre de 2007

De sánguches

“Haz sándwich”, dijeron, y sonó a que tenía que hacerlo como angustia—as anguish, o como lo hace la angustia. Bueno, cada quien habla de la feria... por lo pronto, me imagino a la mentada angustia emparedando —apretando, asfixiando, oscureciendo— ciertos restos de felicidad.

HECHO DE CUENTA


A Emiliano Esquinca



Echar de menos el hilo a la hora en que alguien hace de cuenta. Hay un hilo conductor que se rompe o que nunca se agarra y entonces uno ya no puede hacer de cuenta, si es que acaso quiere. Haz de cuenta: un hilo grueso o delgado pasando por ti, y llevándote consigo consigue un amasijo de momentos que en adorno bonito y brillante amarrará perfectamente el final con el inicio, corriendo suavemente, suavemente dando vuelta, con imaginación. Haz de cuenta un haz de cuentas.

lunes, 10 de septiembre de 2007

A ROACH IS A ROACH IS A ROACH



Había una cucaracha en el lavabo. Yo usaba tu cepillo —te beso así en tu ausencia en pleno derecho de amante abandonado—, lo tenía en la mano, ya con pasta cuando vi al animal de un café hermoso de vidrio de botella. “Animal y lámina” pensé, palindromándola en una secuencia de extraño inicio, no animado a matarla, mesmerizado por sus ojos falsos, curado de soledad por dos segundos. “A roach is a roach” me dije, me dijiste, alguien nos dijo y le puse la muerte en detergente. Después, en su estertor, mis dos manos la tomaron por sendas antenas y la arrojaron al piso en un lance de judo con lujo innecesario de violencia. Sintióse Samsa recién transformado pero ni aun el recuerdo de Kafka pudo evitar el borde de cubeta puesto con piedad sobre su cuello, haciéndole perder la cabeza por mí para que yo, el señor, pudiera lavarse tus dientes en paz.

LECCIÓN DE MANEJO


A Zoe Zenteno

Papá dijo que no era posible, que el dinero no alcanzaba para tanto. Mamá se puso seria, triste, con ojos inundados, y papá abrió la cartera generosa. Una luz se encendió en la cabeza de la hija.

domingo, 9 de septiembre de 2007

Pero veré tu cara una vez menos

El quince de julio de 2006 no estaba deprimido. Solitario sería la palabra. Eran las ocho de la noche y al salir de mi habitación, sobre un pizarrón verde recargado en la pared de enfrente, estaba esta lagartija. "¡Ora wey!" pensó ella, porque este señor andaba en su casa como Adán en el paraíso (Génesis 2:20). Y mientras le recitaba la primera parte de mi poema Pero veré tu cara una vez menos, decidí tomarle estas fotos. “Para un futuro blog” pensé. “Pobre idiota” pensó ella.

sábado, 8 de septiembre de 2007

Ruta uno (1)



Subo al colectivo. Me acomodo y busco en mi carpeta la invitación para gritarle al gordo la hora de la lectura. Me quedo pensando, viendo cómo mi amigo se aleja tras la ventanilla trasera de la combi, una, dos, tres cuadras y siento como si el tiempo se hubiera detenido, que no recordaba que tenía que pagar y extiendo el billete para que alguien allá adelante me haga el favor de pasarlo al conductor. Recibo mi cambio, candentes monedas que molestarían terriblemente en mis bolsillos; una a una sopeso el calor de las monedas: queman mucho más que si fuera dinero mal habido; pienso que será imposible ponerlas en mi cartera, que el calor irá creciendo hasta un nivel insoportable, tanto, que me veré deseando las nubes que habían cubierto la ciudad por dos semanas, que no habían dejado pasar la luz del sol. Tan calientes están las monedas que tengo que pasármelas de una mano a otra. Tendré que sacar otro billete cuando venga de regreso, a las siete: nadie va a aceptar estas monedas que para esa hora van a estar al rojo blanco o derretidas; a esa hora ya no hay sol que dé de lleno, la tarde estará vacía de esa luz y las monedas que reciba entonces serán más aceptables; entonces, mientras espero a que empiece la lectura, a las ocho, tendré tiempo para contarle al gordo esta historia en la que las monedas queman tanto que me veo obligado a soltarlas, a jalar sobre mí los ojos de la gente, sus ojos sobre los míos llenos de suposiciones y, avergonzado, mientras recojo mis monedas, me doy cuenta de que casi llego a mi destino, y pido mi parada.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

HOMBRECITO DE MIÉRCOLES

El 3 de marzo de 2007 me encontré con esto:¡Mierda! –dije- Parece un hombrecito. Y sí: “alguien” había dado a luz, parido (par ido, porque estaba solo, sin pareja), traído al mundo, a un varoncito. Véanlo, saliendo del hoyo; una piernecita por delante, la otra flexionada; un brazo al frente como escudo, y la cabeza con ese gorro de payaso que tan bien le está. ¡Pobre! Se ve feliz: viene de una comida, pero está a punto de irse a la mierda.

martes, 4 de septiembre de 2007

Nudo (1)


Durante años había estudiado la técnica de hacer nudos, los diferentes tipos de soga, el límite de resistencia de cuerdas, de vigas, de todo tipo de material y el punto de apoyo, de soporte. Terminó atándose el mejor lazo con el mejor nudo. Desde el balcón dirigió la última mirada al interior de la casa y se lanzó al vicio.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Animal en la combi


El domingo 16 de julio de 2006 no estaba tan deprimido, es más: no estaba nada deprimido, pero mi vista estaba clavada en el piso del colectivo y de pronto se reveló el animal: "un zorro" pensé, pero al instante corregí: "the mask of sorrow", y mi cara se volvió a mask of joy ante el hallazgo. Sin importarme la indiscreta curiosidad de los demás pasajeros, procedí a documentarlo con la cámara que todo mundo conoce. Después lo vi bien. -¡Qué animal! -me dije-: ¡Nuez un sorro! ¿es un tejón? -Siiiiiiiiiiiiiiií -contestaron todos a la vez.

CANDY, MI TIO QUIERE CONOCERTE


Ramón Fernando Velázquez

Tío, ¿por qué pintaste un colmoyote aquí? y ese espacio, ¿por qué está en blanco? Ese espacio simboliza la memoria que no está ocupada, es Candy sin serlo, ya que mis manos no la conocen; entonces mi memoria no puede rememorarla. Tengo la memoria en las manos.

Lluvialet experimentó un espasmo por lo que acababa de escuchar, y cuando esto sucedía, iba humedeciéndose poco a poco hasta que no quedaba de ella más que la humedad de su sexo en trepidación. Los calores se ampliaban, se internaban goteando por todo su cuerpo. Y, entre tanto, el tío Axel permanecía dándole la espalda al cuadro sin terminar, pensando que sólo hasta que conociera a Candy podría lograrlo. Candy, hasta ese momento, era sólo una sombra sin contornos, una pobre penumbra nombrable pero indefinida.

Lluvialet dejó de temblar. Los espasmos que la agitaban cesaron y una languidez de miembros la debilitaba, sintiendo la somnolencia como un cloroformo de la lujuria que andaba abriendo puertas y ventanas por todo su cuerpo. Se preguntaba por qué junto a su tío, cerca de su voz y colindando con su olor todo era distinto. La soledad de la gran casa amortiguada, cualquier suceso imbricado encubría el paso del tiempo y devanaba la historia con una rueca diferente con sólo desplazarse de un rincón a otro. Ella sabía, y así lo aceptaba, que estas dos horas quincenales en que su madre salía para cobrar su dinero de maestra pensionada eran el molde donde su existencia tomaba forma. Se evidenciaba humanamente. Siguió viendo el cuadro y no hallaba qué otra pregunta, por muy banal que fuera, hacer a su tío para justificar su estadía en este rincón de la realidad. ¿Por qué no pones un río que vuele? ¿Qué dices? Nunca he tocado uno. Si Candy viene algún día yo creo que sí podré pintar un río que vuele. Tal vez parte de su cuerpo sea eso. A Lluvialet acudieron nuevamente los espasmos, nuevamente esa humedad que la hacía temblar de calor, de llama que remontaba el río volador de su sexo, estaba acostumbrada a hacer el amor con las palabras de su tío, a sentir a través de ellas sus manos, tal vez callosas y hábiles, el tronco duro de una frase larga abriéndola. Su tío sabía ver con las manos, sus poros eran ojos eternos recorriendo las telas de sus cuadros, para él no había oscuridad, noche, todo era luminoso; tal como ella. Ahora lo estaba experimentando con su propia mano metida bajo el vestido; sudaba, enardecida piel de jugos desbordados llegó a la calma. El tío Axel había escuchado cada uno de los movimientos y también sudaba, pero no se atrevía a subirse por el muro del parentezco y saltar sobre la carne nueva de ella que lo esperaba configurada para esperarlo; que lo anhelaba con desesperanza y duda. Sonó la llave de la puerta y Lluvialet se resignó a descuajarse por otra vez a su habitación, diluido su entero ser en el espíritu guardado de la casa y la tarde. Ahora todo era esperar otros quince días para renacer solventando la poca esencia que podía rescatar de la difuminación de su vida en esa penumbra viscosa que la copaba. Esos días eran para encerrarse en sus lecturas metafísicas y sus imitaciones de la naturaleza. Por ejemplo, los días pasados había escuchado, por pura suerte, el gemido voluptuoso de un árbol de guanacastle y ahora estaba empezando a perfeccionarlo como un sonido suyo. Esa era la única forma de hacerse llegar en esos días hasta su tío; diciéndole secretos de la tierra, contándole chismes de Candy como si se los estuviera recitando el colibrí, dándole motivos para sus cuadros aunque el dijera que "son cosas que nacen de su propia oscuridad". Y era así como el tío pintaba el canto del silencio escondiéndose tras las flores del patio, el suave impulso del viento enredándose al intentar buscarlo; la irrespetuosa movilidad del ladrido de un orgasmo solitario y el lúgubre latido del colmoyote. Y, ahora, desde que ella había sacado de la reconditez de su deseo a Candy, la ha pintado sin contornos, sin luz y en los últimos cuadros, incluso, ya tiene el espacio hecho para cuando sus manos la conozcan y la memoricen. Candy también sueña con que ella lo lleve hasta él y la ponga en su memoria. Entonces.

Sabes tío qué día celebraremos la próxima quincena. No. El dos de febrero. En el calendario de mamá dice "la Candelaria". ¿Te das cuenta? Puedo decirle a Candy que venga y así estaremos juntos los tres. Bueno, estarán juntos ustedes dos. El hecho de pensar en trasgredir las rígidas costumbres caídas en su ser le generó la humedad conocida, los espasmos conocidos, pero mucho más intensos . La saliva se le escurría y no podía controlar el intenso volar de su piel, vibración que venía desde adentro, quién sabe desde dónde surgía exactamente, lo que importaba era que la levantaba y la ponía sobre las manos del viento que la sacudía alocadamente hasta que los jugos nuevamente rompían el cascarón y como pájaros líquidos rodaban desde ella hacia el cielo que estaba bajo sus pies. Esta vez el tío Axel tuvo que hacer más esfuerzos para contenerse, las manos le dolieron por la fuerza que tuvo que ejercer sobre la impaciencia de ellas; sin embargo, nada le era ajeno, podía adivinar con sólo acariciar el aire, la oscuridad, el rubor encendido en las mejillas de su sobrina, el carnoso suspirar de ella cuando los espasmos la agitaban. Todo lo percibía desde su propio cuerpo; a pesar de permanecer inmutable, como siempre había dádose el diálogo entre ellos. La voz que iba tejiendo los hilos de la lujuria volvió.
¿Eso será malo o bueno? Todo depende de cómo te entregues. De qué hablas, por qué utilizas esas palabras. Lluvialet sintió el consistente transitar de una voz de piel por su cuerpo, desde arriba hasta abajo, de izquierdas a derechas.

No engañes a Candy para que venga, dile la verdad por favor. Quiero ser feliz, pero no regaladamente. La riqueza de explosiones hizo eclosión otra vez y su cuerpo fue campo de batalla para el ir y venir de la sangre involuntaria que se abría al máximo, el holocausto de su sangre quemándose al instante de su propia caricia era digno de sentirlo. El tío Axel dio por terminada esa inoperante situación diciendo que la puerta, apurando que la puerta, gritando que ¡la puerta!

Ese lapso de quince días fue en la oscuridad, en esa lactancia de una realidad a penas entrevista, una antisoledad multifacética, rostros diversos buscando identidad. Cuántas veces Lluvialet despertó sudada y húmeda temblando porque se había deshecho, en sueños evidentemente, de todo obstáculo y el tío Axel agitaba la alegría del otro lado, ese lado donde la oscuridad y cierta fingida ignorancia era una casa bien protegida. Lluvialet no había perdido el calendario y todas las mañanas hacía que sus aves, emisarias de su muy propia ansiedad, penetraran sigilosamente desde ella hasta el tío Axel. Sus manos tuvieron intenso trabajo entre piernas laxas y muslos llenos de eternidad, porque en ese sitio la eternidad realmente es eterna. Soliviantando un orden por el simple hecho de urdir una nueva relación desde la fantasía. Alguna de tantas tardes buscó a Candy y la vio desnuda en el espejo, su imagen fluía desde ella hacia afuera de su líquida realidad. Le puso vestidos apropiados para la ocasión. Nada de sudores que pudieran delatar, que hicieran que el olfato de él migrara hacia otras latitudes y caminara hasta un reconocimiento de antisobriedades calcinadas, pero Candy era más audaz y atrevida que ella misma, Lluvialet de humedades y latitudes crecidas y por eso se inventó todo un perfume de aliento avasallante.

Ese perfume desconocido fue subiendo y adentrándose entre las escalinatas de su cuerpo, amplia avenida que conducía hacia una mujer hecha y deshecha en el sexo y vuelta a hacer por obra y magia de unas manos tibias, lumínicas. La explosión de sensaciones continuaba corriendo cuerpo arriba, cuerpo abajo. La noche entera maduraba ya sus signos, especulando en el corazón mismo de la vida. Así, húmeda, cubierta por un musgo blanco, su cuerpo con la cerradura buscando llave caminó por una hondonada que no impedía, derribó muros de silencio y vergüenza, llegó.

El tío Axel acababa de percibirlo cuando llamaron a la puerta. Oyó la voz. Tío aquí está Candy, si quieres darle cuerpo. Las cortinas de la oscuridad sufrieron un vaivén inusitado. El tío Axel buscaba siguiendo el latido de las palabras, buscaba sus raíces, pero sólo encontró el silencio, quizá era eso lo que las alimentaba y las mantenía al borde del acontecimiento. Ella fue acercando el rumor de todo su cuerpo, la estructura acantilada de sus besos, la erupción inminente de sus caricias. El frío había retrocedido prácticamente. Lluvialet ¿dónde estás? Entonces ella escucha su propia voz matizándose de otra, llenándose desconcertada de oberturas y tonalidades diferentes. Sólo estoy yo, me llamo Candy, usted quería conocerme, ¿no es cierto? El aire que los dividía se agitó, el silencio se llenó de suaves evoluciones; la conmoción de sus puntos cardinales y la segura distención de sus fuerzas acumuladas indicaron que el monólogo de los contrarios había terminado. Fue ella la que dio movimiento a su cuerpo para acercarse más. Y entró en el ámbito de esas manos que tanto la esperaban, que habían apostado todo un instinto para circunnavegar la gloria. Ella se fue humedeciendo calcinada y el calor la envolvió con un manto de viscosidades constantes. La conmoción de sus puntos cardinales que convergían al vértice de un sexo de río. La distensión de remotas fuerzas que encontraban salida hacia una tierna inmovilidad ensoñada, el monólogo de los contrarios había cesado, era una urdimbre de silencios bien tesiturados con los gemidos más alucinantes, era un espacio de oscuridad donde esa luz cegadora del orgasmo tenía que encontrar un poco de reposo. El diálogo del tacto había dejado en ellos su propina de felicidad, porque para algo así como lo que ellos vivían no había ni siquiera cuota de felicidad, todo era propina y con ello bastaba.

Los días siguientes fueron de humo en la voz, todo tenía un canto epidérmico, una textura del color de la caricia. Las hojas acarreadas por el viento, los limones que se pudrían en el jardín, el jazmín diciendo con su vieja voz olorosa una cantinela dulzona para que los sentidos del tío Axel no se amargaran. Todo seguía en paz, entre vapores arremansados en la estadía del otoño. La lluvia quitándose el vestido en el patio, el deseo ahora caminaba en puntillas para no quebrar el cristal de ensueño. Y ella quiso enlutecer su voz con los tonos Lluvialéticos, darle a sus muslos la misma tonalidad de antes, pero todo esfuerzo resultó vano. Lluvialet ya no existía en ella, Lluvialet se había ido dejándola sola a merced de una felicidad para la cual tal vez, seguramente, no estaba lista. Hasta que la puerta les anunció una alegría recobrada, un sueño en la realidad, dos horas de cercanías ansiadas. Ahora la felicidad se encontraba entre un portazo y otro.

Tío ¿y el colmoyote? ¿Por qué dejaste que volara? Porque hay un espacio colmado que ya no le pertenece. Y ahora para qué lo envuelves. Entrégale este regalo a Candy. Cuando Lluvialet tuvo el cuadro entre sus manos a la luz de la luna se dio cuenta que esa mujer la representaba, eternizada en la satisfacción de su propia sonrisa. Un contenido latente en el significado profundo de sus ojos la observaba desde lo más alto de la realización. El relieve del vientre estremecido daba una idea de su dimensionalidad futura.
(del libro colectivo inédito EN TRAMOS DE ESPACIO)