jueves, 20 de septiembre de 2007

¿Otro cuento?

RUTA UNO (3)


Vimos, vi que el colectivo se acercaba. Éramos cuatro en la parada y aunque el vehículo parecía lleno, el conductor indicó con los dedos que había lugar para cuatro personas. Decidí pagar desde afuera, antes de subir. Esto me hizo golpear a una muchacha que subía casi al mismo tiempo que yo.
Pensé que era una ventaja el que este vehículo en especial tuviera el toldo un poco más alto que lo otros, ya que pude caminar erguido hasta el último espacio al fondo, frente a la chica con la que había chocado. A mi lado iba otra, la que subió primero. Sentí el hombro derecho de ella rozando mi tetilla izquierda, después, la presión del hombro femenino se hizo más notoria mientras ellas y un muchacho gordo habían ya encontrado víctima que pasara el dinero de su pasaje.
El incidente parecía ser que a la chica de enfrente le faltaban cincuenta centavos. Esto fue motivo de broma entre los pasajeros cercanos a nosotros pero ella pareció no darse cuenta. Pensé que su aparente indiferencia era parte de la treta, que realmente no traía el pasaje completo y que se hacía la sorda, aunque después quiso completarlo.
Mis ojos buscaron los suyos. Quería hacerle plática, preguntarle acerca de su escuela pero no me constaba realmente que fuera una alumna. Volví a concentrarme en la presión del hombro femenino sobre mi pecho. A la izquierda de ella, el muchacho gordo sintió que mi mano le tocaba la espalda; volteó y le pedí que abriera la ventanilla un poco más. Dijo que era imposible. En fin, al acelerar, el vehículo nos proporcionó la ración de viento necesaria para refrescar el interior.
Mi brazo se quedó ahí, casi abrazando a la chica, de vez en cuando ella volteaba como para ver hacia la calle y yo sentía su aliento sobre mi mano. Para distraerme y no tener una erección ahí mismo, pensé que realmente yo era muy bajo de estatura, ya que el techo del colectivo no se veía tan alto, o quizá yo no había caminado totalmente erguido dentro del vehículo, porque el hombro de la chica aún seguía ahí, a un nivel de evidente diferencia.
En esto estaba sumido mi pensamiento cuando sentí las primeras gotas: estaba lloviendo, estaba empezando a llover en el interior de la van.
Dos personas sacaron sus paraguas y los abrieron trabajosamente; otros cuatro, aprovechando la circunstancia de la vecindad, de inmediato se guarecieron de la lluvia. Yo y mis compañeros de al lado y enfrente no fuimos de los afortunados. La lluvia se intensificó y todos nosotros, tristemente veíamos al interior de los otros vehículos en tránsito, tratando de percibir un asomo de maltiempo en ellos y así no sentirnos tan desgraciados, pero nada: todo en ellos parecía en condiciones normales.
Me alegré de no traer conmigo papeles importantes, todo lo demás podía mojarse, incluso mi cartera, pues no traía ningún billete. Pensé que cómo era posible que ni siquiera en esas circunstancias la chica de enfrente se dignara a dirigirme la mirada, mucho menos la palabra; la chica de al lado no tenía interés en hablarme porque eso implicaba que ya no podía seguir sobándose impunemente conmigo, ni echarme su aliento.
El conductor había apagado la luz interior. Pese a eso, vi cómo el maquillaje empezaba a corrérseles y cómo, al empapárseles la ropa, los pezones se notaban, oscuros, bajo la tela clara.
El agua empezó a subir de nivel y yo ya estaba deseando que alguien bajara para que al abrir la puerta toda esa agua se quedara también en la parada, pero no: sólo pude alegrarme de que hubiera ventanillas, y del triunfo del muchacho en su intento de abrir la nuestra, pese a las protestas de los otros conductores quienes venían siendo salpicados por nuestro vehículo.
La lluvia no amainaba, y el agua, hasta el nivel de las ventanillas, no parecía de mucho peligro, excepto en las curvas, pues se formaban olas y nuestras caras eran golpeadas por ese líquido lodoso.
Al fin llegamos a una parada que me pareció propicia y anuncié mi descenso. La chica de enfrente pensó lo mismo que yo porque al levantarme, nuestras cabezas chocaron y me hicieron exclamar un “otra vez”.
Bajé. Qué ridículo me sentí: todo mojado en una parte de la ciudad donde la lluvia aún no hacía acto de presencia.
—Bueno —me dije—, de todos modos es una buena experiencia que escribir. Al llegar a casa me sentaré frente a la computadora.
Nueve cuadras y media hacia la casa fueron cubiertas lo más pronto posible. Desde la acera opuesta vi hacia arriba, hacia la ventana de mi recámara, abierta; vi también los relámpagos y las nubes negras bajo el techo, sobre mi cama. Oí el ruido de la lluvia.

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