lunes, 29 de octubre de 2007

Uno

Uno rompe el silencio y, de pronto, mientras lo hace, se da cuenta de lo bello de la frase (y lo no bello de la rima interna) y el silencio es remendado por unos instantes, lo suficiente como para que Uno medite acerca de ese darse cuenta, de que no se da cuenta de esta manera a nadie más, y entonces se ensimisma pensando en este otro verbo, en que sería hermoso decir “me enmimismé”, “te entimismaste” y así nos ennosmismaríamos hasta olvidarnos del porqué de tanto embrollo: me hablaba, sin más sonido que el de mi mente y con la misma velocidad de lectura que tengo, de ese silencio que a Uno se le ocurrió romper líneas arriba; pensaba, antes de romperlo, en cómo suena el cristal de una ventana al romperse, en cómo suenan la tela de una falda, un hueso, una silla al romperse; en cómo suena una carta de amor en este mismo trance; en el sonido cursi que produce un corazón al ser roto, en el grave sonido que produce una promesa rota y tanta cursilería me hace regresar a Uno. Uno está solo. Qué curioso: Uno es ninguno. Uno decide hacer un blog de cuentos y etceteritas para entretenerse y de pronto decide hablar de otra cosa, de romper, por ejemplo, y de sus grandes trifulcas con La Palabra (porque La Palabra le grita a Uno, y Uno, que no es nada manso, no se deja y entonces se dan de gritoneadas que da gusto). Claro, también están las charlas apacibles, esa manera que Uno tiene de llegarle, de platicar con La Palabra, de aprender de ella, que es una hermosa manera de no estar solo, y de pronto, como dijo Bartolomé: Uno ya es otro.

jueves, 25 de octubre de 2007

Certidumbre



Tomo la certidumbre por prescripción médica. Veo con mucha claridad interesantes garabatos atorados en el ruedo de su falda. Mudo, el índice de mi diestra recorre todo con aire de erudito, y ese gesto que ya no engaña a nadie es tan cierto como que no entiendo nada.

lunes, 22 de octubre de 2007

Cuento fantástico

El del hombre cuya casa se le viene encima y de los cuales queda sólo un pedazo de pared a uno de cuyos lados, colgado de un clavo, hay un espejo que nadie ha podido llevarse porque cuando se ven en él se sienten como en su casa.

viernes, 19 de octubre de 2007

Gusano



"Cuando sintió que los dedos de sus pies empezaban a unirse entre sí, dejó de usar zapatos. Se aplicó talco, pero las molestias siguieron en forma de una sustancia ligosa que por más que lavara hacía que sus dedos se mantuvieran pegados. A pesar de eso, no quiso ir al médico."
—¿Había un médico cerca?
—Sí, pero no en esa manzana. Lo que pasa es que él era muy flojo.
—¿Tenía teléfono?
—No. Continúo: "Llegó el momento en que no pudo despegarlos, y luego, cuando las líneas divisorias entre dedo y dedo empezaron a desaparecer, pensó que no debía demorar más la ida al médico, pero entonces se dio cuenta de que tenía una gran dificultad para caminar: tenía las piernas entumidas y sentía cómo la piel se le pegaba a la tela del pantalón. Fue muy doloroso quitárselo."
—¿Cuánto tiempo había transcurrido?
—A él le parecieron varios días, pero realmente eran unas horas, quizá ocho o diez. Cuando despertó y vio que su mamá no estaba.
—¿Cómo? ¿Vivía con su mamá?
—Sí, mamá. Su mamá le dejó una nota diciéndole que no vendría hasta la noche, que iba a vender ropa, pero él sabe que su madre tiene un amante.

La mujer se puso pálida. Ya de por sí era una escena deprimente verla arrodillada al lado de su hijo, a quien encontró arrastrándose. Empezó a llorar y sólo pudo decirle que siguiera con su relato.
—¿En dónde me quedé?—dijo él.
—Que yo no estaba.—dijo ella, eslabonando apenas sus palabras —No, no, no —dijo, corrigiéndose—: que se había quitado los pantalones.
—Ah, sí. "El pensó que cómo era posible que las piernas se le hubieran engrosado tanto. Una vez desnudo, se horrorizó al ver cómo sus piernas se pegaban una a la otra para hacer una sola pieza. Le pareció que había tardado mucho tiempo en darse cuenta de que se estaba volviendo un gusano o que quizá ya era un gusano y alguna vez soñó con que era una persona; quizá su madre era una gusana o su abuela era una gusana y él había nacido humano, anormal, y ahora estaba empezando a cambiar. Realmente pensó que ya no importaba porque se sentía bien así, arrastrándose de uno a otro lado, perforando la carne del aire." y de pronto se abre una puerta que yo no sabía que existía y entras tú, mamá, y me preguntas que si hay un doctor cerca, que si tenemos teléfono, que si cuánto tiempo tardaste lejos de mí y me quieres poner una manta encima y te pones a llorar cuando te cuento la historia del gusano hijo de su gusana madre que se arrastra con otro gusano aprovechándose de que su gusano marido está en otra manzana o quizá ya está muerto. Mamá ¿cuándo nos vamos a caer de este árbol?
—No sé —dijo la señora—, creo que ya empezamos —añadió, y se alejó sintiendo que se arrastraba, haciendo a un lado el aire, empujando con su cuerpo hacia adelante, formando jorobas que dejaban muy clara su condición de gusano.

lunes, 15 de octubre de 2007

OVNI


Como a fin de cuentas me relegó a la condición de objeto y delante de sus amistades me desconoce, debo hacerle recordar aquellas noches en las que le hice el amor contra su voluntad, entre sus blancas sábanas. Ah, qué grandes finales, no importan mis principios; no importa cómo me llame, que quede claro: ella es mi cielo, y yo, su objeto violador no identificado.

domingo, 14 de octubre de 2007

Lázaro

Lázaro fue un cadáver averiado. Averiado a la inversa: una segura descomposición saboteada, postergada hasta el filo de otra hora. Qué horrorizante luz, y lo que es peor: cuántas preguntas. “Que nadie me reviva, por favor” sería seguramente su epitafio.
Yo quiero un second chance antes de irme, quiero un golpe de suerte que noquee.
—¿Que no qué?
Seguramente surgirá la pregunta, re-suscitada.

sábado, 13 de octubre de 2007

El libro

Por Arbey Rivera


Al principio era todo normal para las camareras. Pero al paso de los días la presencia se tornó molesta. Era el cliente que sólo llegaba a leer y no consumía más que un café.

Oiga señor ¿qué libro es ese que tanto lee? —le preguntó una de ellas, con tono irónico.

Con la mirada absorta, la miró él.

—¡Discúlpeme señorita, pero no sé leer! —dijo, al tiempo que una lágrima se desprendía de sus ojos.

Sorprendida por la respuesta, ella se dio la vuelta sin entender nada.

Al darle el último sorbo a su café, frío como su ánimo, él se levantó a pagar la cuenta y se marchó. Bajo el brazo iba un recuerdo, vivo, en esa foto dentro del libro.

viernes, 12 de octubre de 2007

Ellos y ella


Para Ángel Luna
y Ella


La primera visita se arregló por teléfono y Ella llevó unas manzanas y luego hizo un recorrido del Infierno, preguntando y curioseando con mucha familiaridad.
Más tarde, Ángel preguntó a Diablo si no tenía miedo de comer esas manzanas que podían estar envenenadas. Dijo que era muy tonta, que no había entendido su explicación de las clasificaciones del pecado y los nueve círculos del infierno.Que estaba loca, y sugirió que debían aprovecharla como personaje de cuento. Diablo, quien no se llamaba Diablo y usaba el nombre para darle gusto a Ángel, dijo que ya lo había pensado. Era la primera vez que la veía, no así Ángel, quien realmente se avergonzaba de Ella: pensaba que era una sirvienta, aunque Ella dijo que vivía con su madrina en una casa de dos pisos cercana al Infierno. Diablo la estuvo estudiando. En esa ocasión, la chica vestía un pantalón de mezclilla que tenía costuras a mano. Era fea, pero tenía una voz que a Diablo le sonaba familiar y desde el principio la identificó con una de sus ex compañeras de escuela; en ese entonces aún funcionaba el teléfono del Infierno y Ella hablaba a menudo preguntando por Ángel. Diablo ya la había invitado, pero Ella se rehusó a ir —sólo si está Ángel —dijo, y así fue, pero cuando conoció a Diablo (a quien ella no conocía como Diablo, por supuesto) Ángel pasó a segundo término, porque le había dicho que vivía ahí y ocultó que era casado; después le dijo que estaba haciendo un ensayo sobre Dante y por eso pasaba mucho tiempo en esa casa a la que habían convenido en llamar Infierno para que él, Ángel (quien realmente se llama Ángel, pero que es más diablo que Diablo), pudiera objetivar todos los lugares y que, además, le gustaba la paradoja de estar en un lugar así. Ella (se llama Eloísa, pero aquí es llanamente Ella) sólo entendió de esa explicación que el dueño del Infierno era lógico y, decepción o no, parecía querer sólo un lugar para visitar a alguien, quien quiera que fuese, siempre y cuando le inspirara confianza.
En la segunda visita ya no había teléfono. Cuando Diablo abrió la puerta, Ella preguntó por Ángel, pero Diablo contestó con la misma pregunta porque Ángel no se había aparecido en un buen rato. Ella se encogió de hombros y pasó y ambos supieron que Ángel se había vuelto un pretexto.
Esto fue lo que ocurrió después:
—¿No sientes calor? —dijo él.
—No —dijo Ella— Debe ser porque andaba en cueros.
Diablo vio su oportunidad.
—¿A poco no traes nada debajo? —dijo.
—Sí, ¡cómo crees que no voy a traer!
—Oye, mira esto —dijo él, acariciándole los muslos—: qué escondidito te lo tenías. ¿Haces ejercicio?
Él ya estaba pensando en la posibilidad de desabrocharle la blusa y ver sus senos, pequeños. Ella parecía no molestarse, quizá por la naturalidad con que él actuaba.
—Sí, hago un poco de ejercicio ¿me prestas algo de música?
Él dijo que no acostumbraba dar prestadas sus cosas, pero acabó dándole unos cassettes con la condición de que accediera a ser personaje de su cuento y luego la acompañó a la puerta. Ya en el pasillo, hizo alusión a su costumbre de no ponerse ropa interior.
—¿En serio no traes?—dijo ella.
—No —dijo él, pasándose una mano por las nalgas, indicándole así que ella pasara la suya.
—No es cierto —dijo Ella— sí traes.
Diablo aprovechó la respuesta para tirar de su bermuda y mostrarle sus nalgas.
—¡Cochino!—dijo Ella.
Él sintió deseos de mostrarle la parte de adelante, pero no lo hizo. En cambio, pasó sus manos por las nalgas de ella.
—Tú tampoco traes —dijo, aunque ya había sentido la pantaleta debajo del short de mezclilla.
—Y sí —dijo ella—, si quieres te muestro— pero lo único que hizo fue sacar un borde de su pantaleta.
—Ven —le dijo él, tomándola por los hombros, y poniéndola contra la pared, quiso acariciarle los senos, sobre la ropa, pero ella, quien ya había advertido su cambio de conducta, dijo que no le gustaba ser tocada.
—¿Te gusta que te vean? —preguntó Diablo.
—Sí.
—Desabróchate la blusa —ordenó.
—Pero no así ¿por qué?
—Acuérdate que vas a ser personaje de mi cuento.
—Sí, pero no quiero salir encuerada.
—Oh, no se puede: yo desnudo a todos mis personajes.
Ella, aunque rehusándose a aceptar, parecía querer hacerlo.
—Quiero ver tus senos —dijo él, y puso una mano sobre uno de sus pechos: el izquierdo.
—¿Qué haces?
—Déjame oír tu corazón. Estás asustada.
Ella tenía los ojos cerrados, dejándolo hacer. Él metió la mano bajo la blusa y la tuvo un rato, sin moverla, sobre el pecho de ella. —Sí, estás asustada —y luego la sacó. Quiso volver a meterla, esta vez para acariciar, pero ella no lo permitió.
—Ya lo hiciste —dijo.
—Esta mano es un poco sorda —dijo Diablo, y mostrándole la otra, la izquierda, pidió permiso para meterla, pero Ella dijo que no.
—Disculpa —dijo él— estoy llevando el juego muy lejos.
—¿Qué juego? —preguntó ella.
—El de hacer lo que se me pegue la gana —dijo él, y le abrió la puerta. Ella salió, prometiendo que le devolvería los cassettes. Él dijo adiós y regresó a la sala, pensando seriamente que debía estar loco para querer tener sexo con ella, pero le gustaba ese juego de reacciones anticipadas.
En la tercera visita (que él juzgó improbable, ya que creyó que nunca le devolvería los cassettes) ella le pidió prestados unos CDs, pero esta vez él dijo que no.
—¿Qué hacías? —dijo ella, olvidándose de la petición y fue a la computadora donde él trabajaba un cuento basado en la segunda visita de ella. Él le dijo algo al respecto y sonrió al recordarlo, luego buscó en el archivo un cuento suyo donde un personaje mata a su novia y le corta la cabeza para luego meterle el miembro en la boca. Era su pretexto para hablar sobre sexo oral. Ella lo leyó y cuando él cerró las puertas del cuarto que usaba como estudio y le dijo que le cortaría la cabeza, la chica fingió tener miedo. Él se sentó a su lado en el silloncito donde Ella se había acomodado. Ella se paró, luego él también. Ella volvió a sentarse y él, Diablo, se sentó en una mesita, frente a la chica.
—¿Te gusta el sexo oral? —preguntó.
—¿Qué es eso? —repondió Ella.
—Pues... es hablar acerca del sexo. Sí, eso es. Es grandioso, sí —dijo él, burlándose, haciendo un doblaje de sí mismo, pero ella pareció no entender ninguna broma. Entonces él le explicó lo del cuento. Él, para variar, traía la misma bermuda y le dijo que le iba a mostrar el miembro e hizo como que lo iba a sacar, pero ella se cubrió los ojos, luego contó algo como de que la habían violado y dio a entender que estaba traumada, que no le gustaba que la besaran en la boca, y que no le gustaba el sexo para nada. El dijo que la mejor manera de curarla era con una terapia sexual y empezó a acariciarle las piernas. Ella se puso muy nerviosa y dijo que mejor se iría. Diablo no dijo nada. La dejó ir y luego se sentó a la computadora a escribir lo acontecido en esa otra visita.
En la cuarta visita (esta de hoy) tenía preparado el escenario, pero Ángel tenía razón: esta vieja está loca. La tuve que forzar y luego se puso mansa o mensa o no sé pero ahora está ahí atrás, riéndose y viéndome escribirhuiudbbbbbbsaAS LA ULTI MAVISITA ES ESTA QUESTOY ESCRIBIENDO AORITANO SOY ANGEL NI SOY PABLO SOY ELOISA PABLO DEJO ENSENDIDA SU COPUTADORA MOSTRANDO LO QUE A ECHO DE NUESTRISTORIA BINE ABISITARLO YPABLO DIJO QUESTABA VBIENDO UNA PELICULENSU CUARTO ASIQUE LOACOMPAÑE SI ESTAVA viendo ua oelicula pornografica pero como quelacabavaDE PONER PORESO SE TARDO ENABRIR LA PPUERTA Y QUIZO QUE YO LA BNIERA Y YO NO QUISE Y LUEGHO MEINBITOA SENTARMEN SU CAM Y MEDIO CIONFIANSA PORQEPRQUE AUNQUE EL SE PUSO DIABOO NO TENIA CARA DE DIABLO PERO ME Jalob y me manosio a me metio me violo y luego quizo enseñarsu historia yensendio su computadora y se meocurio que yo podia termianr laistoria despuesdetodo era mia mistoria lo estuve biendo como escribia por un reato y cuado estaba confiado escribiendole corte la garganta con su cuter ese que tiene praa QUE SE LE QUITE LO DIABLOY CIANDO SE ESTAVA MURIENDOLE DIJE LO DE ANGEL QUE ABIA SIDOEL QUE NME BIOLO PRIMERIOI Y QYE TAMBIENOL ABIA MANDADO Al mero infiernmo pero ya no le poudepregubntar comosacar est de la coputardoa de todos modos niomporta estaistoria ternmina donde yo me llebo sus compac que ya no le ban a serbir

jueves, 11 de octubre de 2007

Polvo de Ángel

El problema de Ángel era el color: muy blanco, y por eso no se había dado cuenta cabal de algunos cambios; quizá las ideas eran más fluidas, quizá la música era más intensa. Mientras subía el volumen del estéreo se vio las uñas: tenían restos oximorónicos de mugre blanca.
Había estado escribiendo y escribiendo y oyendo música.
—Talco —se dijo—, pero ¿dónde?
Y luego la comezón en su cuerpo, haciéndose consciente. Volvió a rascarse. Fue a su recámara y se quitó la ropa para aminorar un poco las molestias del escozor. Entonces, ya frente al espejo, se vio los surcos en el cuerpo: se los había hecho él mismo con las uñas, eso entendió. "Soy un hombre de gis" pensó. Su desesperación fue en aumento cuando sintió un escozor en los genitales, una fuerte urgencia que crecía y crecía.
—¡No! —gritó— ¡Ahí no!
Si aguantó por una hora o dos, fue en su imaginación, porque el dolor provocado por la comezón fue tan fuerte que se empezó a ras ras ras ras rascar con tal fuerza y rapidez que en un momento quedó totalmente asexuado. Ahí lo encontró Fer, en una nube de polvo, y Ángel le contó que era un hombre de gis pero que ya se sentía más relajado y Fer, que conocía la caspa del diablo, o polvo para empanizar el alma, sólo vio un bello futuro abrirse frente a él. Me llamó y esperó para que juntos empezáramos a levantar el polvito que nos dio dinero y relax; y esa amistad con Ángel duró mucho más. Ángel era cada vez más delgado y nos daba pena, pero era de buena suerte rascarle no solamente la pancita.

miércoles, 10 de octubre de 2007

Mano



Estamos, Fer y yo, pensando en ir a comprar cerveza y polvo para empanizar el alma. Fer se emociona cuando ve desde el balcón que ya llega el vehículo de Marzo.
—Ya viene Marzo —me dice, en un juego que siempre nos da risa—. Qué raro porque aún es septiembre.
Llega Marzo y Fer me dice que ya es hora, que ya hay transporte.
—El número —le digo, y él me muestra la mano izquierda, que es donde anotó el número del polvero.
Desconfío de mi memoria.
—Préstame una pluma —mi voz, otra vez, urgiéndole.
Él se para, camina hacia la cocina.
—¡Chin, no está la tablita! —dice, pero toma una cacerola, la pone sobre la mesa; luego, un cuchillo. Y ante mis ojos abiertísimos, me da una mano blanca, pálida, sobre la cual los números se notan más fácilmente.

martes, 9 de octubre de 2007

Helping hands


Estaba seguro de que la asesoría era a las cuatro pero, cuando llegué, el local estaba cerrado y afuera, sobre la puerta, había un anuncio dirigido a los alumnos que me dio a entender que debía haberme presentado a las diez, para una asesoría de dos horas por la mañana y que la siguiente sería a las cinco de la tarde; es decir, debía esperar por una hora, o un poco más. Generalmente soy bueno para calcular el tiempo pero volví a recordarme la necesidad de reponer mi reloj.
Abrí uno de los libros que llevaba y empecé a leer. Cuando calculé que eran las cinco, pregunté a un transeúnte por la hora. Me dijo que eran las tres "¿las tres?" pensé, pero sólo di las gracias. Pregunté a otra persona y faltaban cinco para las tres. "¿Qué les pasa?" pensé, pero no me alarmé tanto. Seguí leyendo. Alguien llegaría a abrir. Me concentré otra vez en la lectura hasta que la prolongada ausencia de personas me regresó a la realidad. El viento se notaba ahora disfrazado de nubes de polvo y empujaba hojas secas, arremolinándolas a mis pies. Pese a la sombra del lugar en el que me había instalado, hacía calor. Me paré decidido a marcharme: seguramente no abrirían. Pregunté por la hora al primero que vi. Eran las dos menos diez. —¡Todos están locos! —dije, y decidí caminar todo el trayecto de regreso a casa. Llegué cuando el sol estaba en el cenit. Me alegré: tenía tiempo para darme un baño y llegar puntual a la asesoría matutina.

lunes, 8 de octubre de 2007

Muerto. . .

MUERTO Y ARRIMADO


Había dos jeringas, y él sabía que una estaba llena de tristeza y la otra de felicidad; el problema era que las dos tenían el mismo color ¿cómo diferenciarlas?
—Pruébelas —dijo alguien—, pero tampoco es un buen método: hay tristezas tan dulces como la felicidad; de todas formas, confíe en la veracidad de las etiquetas de los frascos: ésta es tristeza —dijo, pero él, hasta entonces, no veía ninguna etiqueta —y esta otra es felicidad. Sólo tiene que cuidarse de no dejar juntas las dos jeringas.
Cuando despertó se sentía diferente. Recordó todo como en un sueño, le gustó la idea y quiso escribirla. Se levantó, salió de su cuarto y fue a su estudio y entonces se dio cuenta de que la luz ya estaba encendida “¿Estaré soñando todavía?” pensó. Regresó a su recámara, pero no se encontró. De vuelta a su estudio se vio, sentado, leyendo. Lleno de extrañeza se acercó para comprender que ése era sólo su cuerpo y que leía un esquema acerca de inyecciones de tristeza y de felicidad.
Regresó a su cama, triste. Pensó que quizá ya había sucedido antes y él no se había dado cuenta, quizá algunas ideas o esquemas que no recordaba haber escrito. Pero, después de todo, era una buena cosa eso de estar acostado, pensando o durmiendo mientras el cuerpo de uno escribe lo que uno piensa o sueña; le alegró pensar que en poco tiempo, media hora a lo sumo, su cuerpo regresaría y se acostaría sobre él, espíritu, y otra vez volverían a ser uno solo.
Durmió por un rato. Lo despertó el ruido: algo frotando algo. Sintió miedo, pero quiso explicárselo. Se encontró a sí mismo tratando de frotar su pie contra el colchón, pero el ruido no coincidía con sus movimientos. Frotó, o buscó con el pie o con el recuerdo de su pie una superficie que emitiera el mismo ruido, pero no hubo tal. Para entretenerse se dispuso a oír sus latidos; desde pequeño lo hacía. La experiencia le ha enseñado que no sabe dormir bocabajo y que recostarse bocarriba le provoca pesadillas. Recordó cómo, cuando niño, creía que la almohada palpitaba o que tenía un corazón en la oreja, como un despertador, un reloj que algún día se detendría y no lo despertaría jamás.
—¡Hey! —se dijo— ¿dónde está mi corazón? ¿se ha detenido? ¡Pero estoy vivo! Ah, entiendo, los espíritus no tienen ruidos internos. Se paró inmediatamente. La inyección de felicidad había agotado su efecto o quizá la de tristeza era más poderosa. Se paró y se dirigió al estudio. Su cuerpo seguía leyendo y ahora escribía. Reconoció el ruido, que ya había olvidado, y que ahora se hacía consciente: provenía del lápiz con el que la mano del cuerpo tomaba notas o tachaba ideas.
—Todo esto es tan extraño —se dijo, mientras regresaba a la cama. —¡Oh no! Dijo, al momento de acostarse: otra idea había venido a él, y le preocupó, ya que eso significaba más trabajo para el cuerpo. —Esta idea me gusta —se dijo, sin embargo, y aunque imaginó que su cuerpo la estaría escribiendo, quiso cerciorarse de ello, así que regresó al estudio, y sobre el hombro de su cuerpo vio lo que éste escribía.
—Qué bien —se dijo, y otra vez sintió la felicidad correr por sus venas imaginarias. Regresó a su cama, se recostó y segundos después, oyó cómo la luz del estudio se apagaba y luego, los pasos de su cuerpo, aproximándose.
—Vaya —dijo— ya se cansó.
El cuerpo se recostó junto a él, casi sobre él, pero el mecanismo natural de succión cuerpo-espíritu no funcionó esta vez. Él, espíritu, se metió manualmente dentro del cuerpo, pero éste se mueve mucho mientras duerme y él, espíritu, se da cuenta de esto. Más tarde, no muy tarde, el cuerpo parece notar también que es una de dos partes inestables y se desespera y se desesperan ambos por no poder estar juntos, unidos. Ahora, el espíritu duerme profundamente al lado del cuerpo, quien no duerme, porque se ha quedado sin ideas, y una dulce y real tristeza recorre sus venas con tierna y lenta paciencia.

domingo, 7 de octubre de 2007

Al mal tiempo . . .

AL MAL TIEMPO BUENA CARA


Para Magally y Germán Javier, cuando tenían diecisiete

Tal parece que al personaje de este cuento, aprovechando su gran sentido del deber, le son dadas muchas facilidades para ser... o quizá debería decir: al narrador le son dados sin esfuerzo los medios para hacer que este pobre personaje se vea orillado a... pero el caso es que así sucedió y mejor contamos, y ya que vamos a pecar de poco originales, vamos a hacer que todo esto empiece en martes trece y que el tiempo aleje o acerque esta lectura a usted.
Para ilustrar mejor la historia, nuestro hombre, a quien llamaremos Edmundo, empieza a llevar un registro de su problema al tercer día:

Jueves 15
Esto empezó anteayer: martes 13, precisamente el día en que comenzó el maltiempo. Desperté y todo era normal hasta que vi en el espejo que algo había cambiado en mi rostro: no era el mismo. Era un tipo parecido a mí, pero con un rostro agradable y eso me llenó de alegría: así era como siempre había querido ser. Me duché apresuradamente, ya quería llegar al trabajo para saber la impresión que causaba. Todo el día llovieron los “¿Qué te hiciste?” “Oye, pasa la receta” “¡Qué bien te ves!” y cosas por el estilo, y yo: “Nada ¿Por qué?”. Incluso mis alumnos trabajaron bien debido a mi buen humor y hasta vino una alumna con una propuesta indecorosa. Al día siguiente (ayer), horror: desperté con una barba muy crecida que, aunque se me veía bien, quise rasurar. No lo hice. Tuve miedo: mi falta de experiencia rasurando barbas. Aun así, igual fue festejada y tomada por postiza pero original para la enseñanza del idioma; aún seguía siendo yo, incluso hoy, que amanecí con el cabello rubio y los ojos azules aunque ya sin barba, y todos, todos mis alumnos, sin faltar uno solo, estaban en la clase, atentos, sin burlarse, maravillados por ese cambio operado en mi personalidad, creyendo que no me importaba disfrazarme con tal de hacer amena la clase (¿qué más me queda?). “¿Qué maestro se pone barba o se tiñe el pelo o se pone lentes de contacto para enseñar, para ilustrar mejor preguntas tales como
What does he look like? y, de hacerlo ¿quién sale así a la calle? Mr. Maldonado, sólo él”. Imagino, casi oigo el comentario.
Yo aún soy yo, quiero decir, con mi cara y mi cuerpo; con mi cara adornada, pero yo.

Viernes 16.
Hoy amanecí calvo y de ojos cafés, como son mis ojos originalmente. Hubo mucho de qué reirse esta vez, y muchas veces deseé haber seguido mi impulso inicial de no ir al trabajo. La directora me regañó porque no cambio de tema. Dije que ya lo había hecho y que estando calvo era más fácil usar peluca porque ya me gustaron los disfraces.

Sábado 17
Cabello rizado y ojos grandes, grandes. No salí. ¿debo ir al médico? ¿Cómo voy a ser mañana?

Domingo 18
Qué bueno que es domingo: amanecí delgado, no mucho. Primer cambio en mi complexión. Me alegro de no haber tirado mi ropa vieja.

Lunes 19
Amanecí como el mismo tipo delgaducho que era yo hace unos ocho o nueve años ¿voy a trabajar?

Fui. Me presenté como mi hermano menor y, culpando al maltiempo, dije que “mi hermano” estaba enfermo.

Martes 20
Me levanté muy temprano, pero más viejo, fingí ser mi tío “¿Toda su familia se parece?” La confianza con la directora me permitió contarle que “mi sobrino” no se sentía bien, pero que yo podría hacerlo, que incluso hasta me había puesto su ropa para proporcionar más confianza a los alumnos. Ella se rió y dijo que no era necesario, en cambio me dio un formato para permiso y me dijo que esperaba mi incapacidad médica; deseó (indirectamente) que mejorara mi salud y dijo que, en caso de seguir faltando, sería mejor conseguir un sustituto. Por si acaso, fui a comprarme ropa.

Miércoles 21
Esta vez no me parezco en nada a mí. Este es un rostro casi afeminado de tan bello, pero no es el mío, el que prefiero pese a todos sus defectos. Hice un permiso para los tres día restantes y soy mi sustituto. Los alumnos (las alumnas) estuvieron encantadas y si no tuviera espejo sentiría que me están siguiendo el juego porque se empezaron a quejar de Mr. Maldonado y de las cosas ridículas que hizo y que los tenía hartos.
Fui al médico. Me examinó y dijo que estaba bien de salud. Cuando le dije de los cambios, me recomendó a un siquiatra amigo suyo.

No es que interrumpa el diario de nuestro amigo Edmundo ya que el no siguió escribiendo, más bien, aprovecho para preguntar (y preguntarme) ¿qué habría pasado si Edmundo se hubiera sentido feo? Digo esto porque aunque él no era bien parecido tampoco era feo. ¿Habría ido al trabajo? ¿Habría aceptado esos cambios con la misma, aparente calma? ¡Quien sabe! El caso es que en los días que siguieron, en esa misma semana, Edmundo empezó a sentir que realmente era alguien más y que el Edmundo verdadero se quedaba en casa, preparando las clases que el otro le hacía el favor de impartir; dejó de llevar un diario porque se sintió libre para hacer cosas diferentes. Se dedicó a caminar y a comprar disfraces hasta que se le acabó el dinero; después, olvidó la dirección de su casa. Ahora es gordo y anda en la calle, viviendo de la caridad. La gente dice que está loco y él solamente dice que va a cambiar, mañana.



sábado, 6 de octubre de 2007

Despertar de Carlos...

DESPERTAR DE CARLOS DEBIDO A UN RAYO DE SOL QUE SE FILTRA POR LA VENTANA

¿a vos no te parece que en realidad es ahora que yo estoy soñando?
Julio Cortázar. RAYUELA

La luz del sol que se filtra por la ventana despierta a Carlos, quien se estira, bosteza, y trata de recordar alguno de sus sueños. Nada. Sólo la conciencia de que es domingo y de que tiene un cuento por terminar.
Se para, se pone las pantuflas y de pronto ya está sentado frente a la computadora.
—Tú y yo tenemos cuentos pendientes —le dice—, y ríe malévolamente.
—¿En qué me quedé? Mmm ¡ah, sí!
Se dispone a seguir escribiendo cuando se da cuenta
—¡Oh no! ¡Mi cuento
de que su cuento
—es
era
—un horroroso sueño!
un sueño. Entonces despertó: la luz del sol se filtraba por la ventana y le daba directamente en la cara. Instintivamente quiso cubrirse los ojos con las manos,
—¡Hey! ¡Mis manos! ¿Dónde están mis manos?
pero sus manos habían desaparecido.
—¿Ahora cómo voy a poder terminar mi cuento?
Nada. Sobre sus ojos chocaron unos muñones.
—¿Qué es esto? No son. . .
No, no eran muñones. Se dio cuenta de que era hueco por dentro. Esto ocurrió debido a que sus ojos, sacados y succionados por esos tubos —sus brazos—, viajaban por su cuerpo de hojalata; entonces sintió que empezaba a calentarse, a calentarse
—Mi piel de hojalata se calienta
ya que el sol se filtraba por la ventana
—se calienta
hasta despertar a Carlos, quien sólo acierta a voltearse para que la luz no hiera sus ojos.
—Carlos. . . ¡Despierta!
Ya estaba despierto: la luz del sol
—Estoy despierto, mamá. Ya te dije que no abras las ventanas antes de hablarme, me molesta la luz. Oye mamá, pero ¿no parece que tú ya estás muerta?
—¿Con qué tonterías me sales ahora? ¿Son ésas las ideas que escribes en tus cuentos? ¿Así piensas ganar ese concurso?
—Pero... ¡mamá! Si ayer mismo te enterramos, ¡si yo mismo cargué tu cruz!
—¡Puta, si cargaras mi cruz! ¡Si mi cruz eres tú, pinche huevón! ¡Si desde cuando te estoy manteniendo y ni pa’ cuando encuentres trabajo! Ganar un concurso ¡bah!
—Otra vez, otra vez me va a echar en cara lo que me da —murmura Carlos—. Pero si de verdad está muerta, yo mismo le tiré un puñado de tierra.
—¡No te tapes los ojos! ¿Carlos? Mírame ¡Mirame! Mira la luz.
La luz del sol que se filtra por la ventana despierta a Carlos.
—Qué raro —se dice— estos sueños que estoy teniendo parecen estar uno dentro del otro, pero ¿por qué no hago ningún comentario? ¿por qué no repercuten en el sueño siguiente?
Entonces procede a anotar todo en su diario de sueños, con miras a usar algo después en alguna historia. Termina de escribir. Se mete al baño y se ducha rápidamente. Mientras se seca, oye que el agua sigue saliendo, sigue, sigue saliendo de la regadera, pero
—No es agua: ¡Es tinta!
no es agua: primero es una especie de tinta que después se vuelve humo y el baño empieza a llenarse de esa especie de neblina que empieza a proporcionarle frío y miedo, ya que es la noche lo que sale de la regadera, la que llena el baño y la recámara de oscuridad hasta que la luz del sol se filtra por la ventana y despierta a Carlos. Su mujer ya se levantó y le está dando de comer a la niña.
—¿Por qué no me hablaste? —le dice— Los muchachos ya deben estar trabajando, y yo aquí, ¡bien jeta!
—¡Si no hubieras tomado tanto! ¿Yo qué culpa tengo?
—¿Como? ¡Ahora sí! ¡Ya pleito lo volvió! Pero tienes razón: sólo yo tengo la culpa. Debí haberle hecho caso a mi papá, mejor hubiera...
De pronto se dio cuenta de que hablaba solo. Su esposa se había borrado y todo lo demás se iba desvaneciendo, todo excepto la ventana, por la que se asomaba el sol, y con su bastoncito de luz golpeó al escritor en los ojos y lo despertó.
—Agh
Se estiró, y se dijo que cómo era posible que se le hubiera hecho tan tarde. Mientras se ducha va recordando: ha estado teniendo una serie de sueños, uno dentro del otro, en los que se llama Carlos.
—Es muy trillado —se dice, pero no lo desecha como tema pues, todo el día, mientras da sus clases en la universidad y aun a la hora de las comidas, tiene presente la idea de la historia. Son las diez de la noche. Se sienta frente a la computadora y empieza a escribir un cuento en el cual sueña que sueña que sueña que sueña que es el personaje de uno de sus cuentos: un tal Carlos que tiene a una muerta encima. Un tipo fantasioso que recurre a esta treta para salir del problema. Está casi por terminarlo cuando siente que tiene mucho sueño. Ha sido un día pesado. Apaga el aparato. Va a su recámara; se quita los zapatos, el reloj, la ropa; pone la alarma; se mete a la alberca.

viernes, 5 de octubre de 2007

Ejercicio

Mientras veo la foto de P & M, se me ocurre casar dos palabras, digamos dos sustantivos. ¿Cómo sería su luna de miel? Las dejaría juntas en una jaula, o en una pecera, en un hábitat idóneo. Dos palabras en las cuales el dimorfismo sexual sea muy marcado. Se imbricarían o se yuxtapondrían; incluso podrían intrincarse, mezclarse de manera tal que sean irreconocibles en el acto de verlas y derivar de ellas dos, tres palabritas que tengan algo de, pero que sean diferentes de sus padres, por ejemplo: sustantivitos o adjetivitos, no sé.
De pronto imaginé a la hembra asombrándose por haber tenido una preposición y un adjetivo. Me pregunto de qué manera influirían unos en los otros, siendo todos nacidos de sustantivos, en este caso. —Se parece a su abuelo, —dirá él, recordando que nació de dos largos adjetivos y que tuvo por hermanos a una conjunción con complejo de réferi y a un sustantivo enclenque. Así es la vida. Uno nunca sabe. Lo único cierto es que, a diferencia de la nuestra, no se dan familias muy numerosas, y nunca falta un roto para un descosido.

jueves, 4 de octubre de 2007

PERROS A LO LEJOS


Los perros y lo lejos no se llevan. Lo lejos sólo traspasa los límites que los perros le dejan invadir, siempre ladran a lo lejos. Al menos para mí, que no tengo mascotas, que vivo en zona no industrializada, en calle que no tiene mucho tráfico, ésta es la verdad; y cuando voy al centro, lo lejos y los perros se quedan aquí. No se llevan.

miércoles, 3 de octubre de 2007

...ajena

EN CARNE AJENA


Abres Los ojos. La música incesante y las palabras dichas en otro idioma en cierta forma te dicen algo que aún no comprendes en su totalidad.
Te armas de papel y pluma y escribes palabras que no entiendes: no es tu letra, no son tus ideas, pero no puedes luchar contra ese impulso.
En un cuarto con botellas y latas vacías en el suelo, contra tu voluntad, te sientes caminando hacia la cama, dejando una nota sobre la almohada.
Subes el volumen del estéreo: no quieres oir esos otros pensamientos coexistiendo con los tuyos, cada vez más débiles, cada vez más eco lejano de alguien a quien nunca conociste.
Un cuchillo, ahora, de algún sitio del cuarto, como un animal domesticado, se instala en una de tus manos, apuntando hacia tu vientre, obligando a ese otro cuerpo que ahora no es tuyo a cerrar los ojos, a lanzar el grito, a brotar en el fecundo campo de la muerte.

martes, 2 de octubre de 2007

Beso


A veces la p'che depresión es como una pinza de presión y no afloja tan fácilmente, mucho menos en fechas importantes. Esta foto no me fue tomada por Julio Cortázar en febrero de 2005, pero fue hecha con ese propósito: sacudirme la depre de San Valentín; y eso que parece el fantasma de un pingüino es la trompa de una vaca amorosa dispuesta a recibir mi beso: Me mira, de cerca me mira, "cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio" y después la risa, y el juego funciona por un momento.

lunes, 1 de octubre de 2007

Beso

A Cielo Pinto

A las puertas de su casa, al despedirme, mi amiga me dio un beso. Esta mano que escribe se aferraba a la reja de entrada y salida. Sobre el dorso depositó ella sus labios dos por uno en señal de lo que ustedes quieran. No es esto en sí lo que quiero contar sino el efecto: diez cuadras después noté que el beso, vuelto un globo de gas, hecho un gran globo rojo o blanco, elevaba mi mano a la altura del corazón, dándole ese rango. El otro corazón, a esa hora, era un globo aerostático que me subió al balcón, enlebesado.

domingo, 30 de septiembre de 2007

Calamar

Acumuló suficiente saliva y lanzó el escupitajo. Salió limpio, diagonal, hasta un poco pausado, y lo estampó en el suelo, formando la figura esperada: el calamar. Lo dijo. Dijo: calamar, y le sonó a verbo.
—Calamar mi sed —dijo— el amor que me calama.
A adjetivo:
—Calamado, blanco de amor. Calamar —gritó— ¿qué se busca al amar?
Y sobre él pesaba una prohibición: no escupir. Ella le había dicho que era una cosa fea eso de andar escupiendo, aunque fuera para deshacerse del sabor de las amargas gotas para los ojos; y ahora, el calamar, las diferentes perspectivas que podía darle; inconscientemente, en un principio, ensayaba la figura del animal en el piso y ahora lo lanzaba sobre las hormigas, sobre otros insectos pequeños; ahora lo perfeccionaba.
—Calamar, amargo como el mar; alcalino, alado mar, cala, traspasa, prueba, se cerciora de que existe, de que sale de mi boca y cobra vida. Sí, sí —se dice—: está vivo.

Acumula suficiente saliva. Lanza el escupitajo, hacia arriba. La figura que se aleja verticalmente lo confunde, no reconoce al calamar desde abajo; pero ahí viene, ahí viene, cada vez más, más, más grande y él es tan pequeño, tan indefenso, tan insecto, tan creador de universos.

sábado, 29 de septiembre de 2007

avión

EL AVIÓN

Mientras éste que escribe hablaba con la chica, tratando de concentrar la atención en las palabras y no en las manos embebidas en un asunto de papiroflexia, dulces bloques sonoros fluían de los gruesos labios de la morena; sin embargo (y quizá por lo mismo), era difícil concentrar la atención en las palabras y no en los labios y en las finas manos embebidas en un asunto de papiroflexia.
De vez en vez había también una risa, unos dientes blancos blancos y yo pensaba que el color del papel y los dientes era muy similar, uno entre las manos y el otro entre los labios que yo ya estaba mordiendo mentalmente mientras decía que sí con la cabeza y alcancé a escuchar —¡Me estás dando el avión! y pensé que quería darle mis labios para besar sus manos y detener los dobleces del papel que ella estaba jugando frente a mí, pero es ella quien siempre decide terminar la tarea: —Son diez pesos. —me dirá, dándome el avión de papel, blanco de mi recuerdo (recién hecho).

viernes, 28 de septiembre de 2007

Futuro. . .

FUTURO INMEDIATO


El reloj sonó a las seis. Xavier se levantó rápidamente. Se desesperó tratando de recordar su sueño, sólo consiguió recordar sus deberes, así que buscó entre la ropa sucia algunas prendas que necesitaba lavar para encontrarlas secas a su regreso. No sintió el paso del tiempo: de pronto se vio en la terminal de autobuses, en la ventanilla, comprando el boleto. —Para las diez, por favor. Con descuento para estudiante —dijo, mientras mostraba su credencial de estudiante preparatoriano.
Abordó el autobús que le indicaron. A su lado se sentó una muchacha delgada que quiso hablarle. Él la ignoró descaradamente. “Muy fea” pensó. Se distrajo viendo por la ventanilla y muy pronto se quedó dormido.
No supo cuanto tiempo había pasado cuando sintió una fuerte sacudida. Era la chica. —Oye, se cayó tu libro —le dijo, refiriéndose a una novela que Xavier llevaba y que casi había olvidado. El muchacho se inclinó trabajosamente para recogerla y le dio las gracias. El clima ya había cambiado. Apenas se veía la carretera a causa de la neblina, pero no quiso ponerse su suéter. “Eso de tener que pararme para sacarlo” pensó. En ese momento entraban a una curva. El conductor la tomó despacio pero, al salir de ella, se encontró con otro autobús. Aceleró queriendo rebasarlo.
Estaban ya en el otro carril, acelerando cada vez más sin poder rebasar. El otro autobús aceleró también, para impedirles el paso. Fue entonces cuando vieron el tráiler que venía hacia ellos, cada vez más cerca, más, más cerca.
El conductor dio el volantazo hacia la derecha, primero, golpeando al otro vehículo y después hacia la izquierda. Se precipitaron al barranco. Todavía alcanzaron a ser golpeados por el tráiler ¡Todo fue tan rápido! El golpe, la caída, los gritos; el autobús en el fondo del barranco, a punto de incendiarse. Todo le daba vueltas. Salió trabajosamente por una ventanilla, sangraba por la boca y la nariz. Se arrastró a unos metros del lugar. Fue un gran esfuerzo. Todo se oscureció.
Oyó voces. No podía moverse. Respiraba con dificultad. Olía a medicamentos. Una enfermera le tomaba el pulso. —Ay, muchacho, más te hubiera valido no despertar: te van a amputar las piernas. —dijo, con tono compasivo. Él cerró los ojos.
Despertó. Aún estaba sobre el pasto. El frío le mordía todo el cuerpo. Desde ahí se veía la carretera, a lo alto. El ruido inconfundible de una sirena se unió a los gritos de dolor. Por la pendiente bajaban los paramédicos, también los agentes de la policía federal de caminos. Ya se acercaban. El empezaba a delirar: eran buitres en espera de cadáveres.
Sintió una fuerte sacudida en todo el cuerpo: era la chica. Le dijo que su libro estaba en el suelo. Casi la besó cuando le dio las gracias después de haber levantado el libro. Quiso platicarle su sueño, quiso contarle que le había salvado la vida, pero ella cerró los ojos. Era evidente que fingía dormir para no platicar con él. “Entonces, ¿por qué me dijo lo del libro?” pensó. Hacía frío y ya había un poco de neblina en la carretera. Se paró para sacar su suéter. No pudo hacerlo. En ese momento entraban a una curva que, aunque el conductor tomó despacio, lo hizo caer sobre la joven. Iba a ofrecerle disculpas cuando el conductor aceleró para rebasar, y vio el tráiler. Venía en dirección contraria. El conductor dio un volantazo hacia la derecha. Se oyó el chirriar de láminas y el ruido de cristales rotos al rozarse los dos autobuses. Xavier estaba sobre la chica. Sonó el despertador: eran las seis de la mañana. Se levantó rápidamente. Se desperezó. Trató de recordar su sueño, pero recordó entonces que tenía que lavar algunas prendas antes de salir de viaje. Buscó entre la ropa sucia.

jueves, 27 de septiembre de 2007

...sueño...

EL SUEÑO MÁS GRANDE DE BAJADA

Despertó, una vez más, con esa extraña sensación de encogimiento. Una lucecita en uno de los asientos traseros y los fanales de otros vehículos que transitaban a esa hora por la carretera costera le permitieron echar un vistazo a los demás pasajeros, a su hermano, quien duerme en el sillón de la izquierda, del lado del pasillo.
Lo había sacudido por un hombro. —Gil, Gil, despierta —había dicho en voz baja —¡Me estoy encogiendo!
—Estás soñando. Yo te veo igual —la respuesta de Gilberto, con voz y palabras llenas del aire caliente del bostezo.
—No. Mírame otra vez. No. Sí. Tienes razón: ya me siento bien. —había concluido él, Gustavo, desilusionado, al ver que su hermano se quedaba dormido nuevamente.
—Sí. Tienes razón: ya me siento bien. —Mientras tiene la sensación de que su cuerpo recobra el peso normal.
Ahora, sin embargo, no se hace la pregunta: ¿Por qué todo mundo habla de la pesadez que adquiere el cuerpo en estado de sueño si a él le pasa todo lo contrario? Se siente cada vez más ligero, como si los sueños lo desalojaran a otra dimensión, a otro mundo del que siempre vuelve, como un reloj de arena que se voltea y voltea después de cierto tiempo. Se ha dado cuenta de que los periodos de sueño también son más largos, de que cada vez le cuesta más trabajo despertar y de que cuando lo hace se siente encogido, pequeño; se angustia al no saber concretar un diagnóstico: ¿es real o no el encogimiento? ¿Por qué no sigue una lógica de más a menos?
—Sí. Tienes razón: ya me siento bien.
Lo extraño, ahora, es el lugar. Tantas veces ha viajado sin tener esta molestia y cuántas veces más le ha sucedido que al despertar a media noche le aterra la inmensidad de su cuarto; y toda esa sensación de muerte al dormir por las tardes y el miedo a hacerlo, a creer que cada vez se enfrenta al sueño definitivo, como una especie de ruleta rusa. “¿Será así la muerte?” se pregunta, mientras decide despertar a Gilberto y pedirle que no se duerma, que no lo deje dormir, que lo mantenga despierto; pero no es posible: los párpados le pesan y el cuerpo se hace más leve. Cae en el sueño. El sillón se va haciendo más y más cómodo, más cama enorme, más mullida alfombra, más selva sintética de un micromundo en expansión.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

. . .calle

EN LA CALLE

Primero fue ella, Zoe, la que se paró y se asomó a la ventana, detrás de la cortina, a un extremo. Parecía divertida, así que decidí hacer lo mismo y supe que veía a dos viejecitos: un hombre y una mujer, parados frente al portón del taller mecánico.
—Él la quiso besar —me dijo—, pero ella no se dejó.
Ahora discutían. Me pareció una situación graciosa y, acercándome a mi amor, empezamos a ponerle voz a ese diálogo de manoteos y gestos faciales. Por ejemplo, cuando el señor tendió la mano, dije —'tá bueno pue', dame la mano—, y ante la negativa —'uta, antes me dabas hasta el culito y ahora ni la mano me quieres dar.
La viejecita señaló hacia el noreste, casi hacia donde nosotros estábamos.
—Te conozco desde siempre —dijo Zoe—. No me vas a volver a engañar.
—Nunca vas a cambiar, viejita jodida —dije yo, cuando el señor levantó el puño y ensayó un golpe a pocos centímetros de la quijada de la viejecita.
—Ya vete a la chingada —dijo ella, junto con otras cosas igual de lindas. Entre frase y frase aventurábamos conjeturas, que si se conocían de antes, que si... —Estuvieron casados ¿No lo ves? —me dijo Zoe.
Se despidieron. Frente a nosotros, abajo, en la acera opuesta, pasó el viejo.
—Te digo que eres puerco: hasta viejito sigues escupiendo —dijo ella, corriendo las cortinas.
—Eso no puedes saberlo —le dije—: tu personaje va caminando en dirección contraria: no lo puedes ver. No...
—Sí, sí puedo ver —interrumpió—: aquí estoy, más joven, viendo todo.
—Pues yo estoy allá —dije, señalando en dirección al viejo—, y estoy viendo a una chica que está bien buena.

La muchacha desapareció en la esquina. Volteé a ver a la vieja: se disponía a cruzar la calle. Después vi hacia la casa: arriba, en la ventana, estaba Zoe. Sus manos abiertas me golpeaban el pecho, los hombros, la cabeza. Jugábamos. Reíamos divertidos.

martes, 25 de septiembre de 2007

. . . de navaja . . .

Manantial de navaja navegable


Para Angel Luna y Bulmaro Narcía C.

...darle la espalda a esa desnuda verdad
ponzoñosa que nos degüella...


Efraín Huerta

La luz del sol que se filtra por la ventana despierta a Carlos, quien siente deseos de levantarse, de salir, de llenar sus ojos de ciudad, de reconocer las risas y los gritos en la boca de cada niño, de cada transeúnte desconocido y saludarlos a todos; de besar a Amanda por última vez y decirle que pese al adiós la va a seguir queriendo, agradecido de que lo haya liberado del remordimiento; sin embargo, se da cuenta de que su cuerpo sigue dormido, aunque puede sentir o recordar o imaginar el peso de la cabeza de ella sobre su pecho.
Mientras intenta moverse la ve de reojo, desde su desesperante perspectiva horizontal; por fin consigue dar movilidad a su brazo derecho. Lo levanta. Le duele. Con esfuerzo lleva la mano hasta la cabeza de la mujer, hunde los dedos en su negra cabellera, la percibe fría. “Si estuviera muerta” piensa Carlos, poetizando, tratando de calmarse, “si de pronto, al levantar su cuerpo, sólo tuviera entre mis manos la cáscara de Amanda, con sus huesos sonando adentro, como para adormecer su muerte. Entonces el ambiente sería una guitarra sonando afuera, una guitarra que es el marido dando mañanitas a una pareja de hipócritas arrepentidos, a una almohada y una cama inmensa, propicia para dejar el sueño de una mujer lleno de gusanos, como una sonaja para hacer dormir al mismísimo sueño”.
Pero el caso es que ella está ahí, fría, pálida, toda rígida, casi impidiéndole la respiración, con todas esas características de los cuerpos metidos en la congeladora de la muerte. Carlos se dio cuenta. Ahora de nada le vale que quiera o no creerlo porque el poema es un cuento que es la realidad punzándole en la espalda, acalambrándole el cuerpo y llenándolo, muy a su pesar, de un pavor creciente, como ese mismo amor que ambos habían dejado crecer y crecer y desarrollarse como una hiedra gigantesca que estuvo a punto de asfixiarlos, que los obligó a traicionar la confianza de Fernán, el mismo a quien él ahora llamaba el marido, que los llenó de vergüenza y complejo de culpa, que los llevó a tomar la determinación de separarse después de casi cuatro meses de aprovechar las ausencias del amigo, del marido, del tonto que lo ama como a un hermano sin sospechar, sin siquiera imaginar que es engañado.
“¿Qué pudo haber sucedido?” se pregunta “¿veneno? ¿pastillas?” y hasta entonces comprende por qué ella no quiso besarlo, por qué le dijo que le reservaría ese último beso para la madrugada, a la hora del adiós, y de cómo se quedó dormida y él también, conteniendo el llanto y el semen, con la mano de ella aferrada a su miembro.
Y la realidad, otra vez, asomándose a la ventana, deslizándose por debajo de la puerta, escurriéndose entre las rendijas, despertándolo, metiéndolo y sacándolo de la locura como en agua hirviente y helada. Le parecía escucharla, la veía, la sentía, pero estaba muerta.
Era sábado. Recordó sus dudas con respecto a visitarla en viernes, a quedarse con ella, y ahí estaba: bajo el peso de la muerta cuyo marido no tardaría en aparecer, puntual como la muerte misma, porque no le iba a perdonar (¿quién habría de hacerlo?) el estar en la cama con su mujer.
El brazo le duele, también la conciencia, y se lamenta: tiene que salir de ahí, arrastrarse como un gusano para salvar su vida, pero no puede hacerlo: no alcanza el borde, apenas puede asirse a los barrotes de la cabecera de la cama metálica; tampoco se atreve a empujar el cuerpo de ella hacia un lado. Ya bajó la mano y sintió la de Amanda aún apretándolo.
Es asombroso cómo el amor y el deseo fueron abandonando su corazón para dar paso al miedo y al asco. Saberla ahí, como una desnuda verdad que no tardará en apestar, como una fría verdad a la que no puede dar la espalda, porque lo único que puede mover, además del brazo, son los ojos, y no basta cerrarlos, porque la puerta de la habitación está fija en su mente. “Si pudiera gritar... ¿serviría de algo? Si llega Fernán es capaz de violarme y después matarme” el pensamiento, otra vez, como un perro ladrándole. Estira el brazo una vez más, se jala de los barrotes de la cama; la desesperación lo hace alcanzar el buró. De reojo ve con horror la mano que aún lo sujeta por el miedo. “¡Un cuchillo! ¡Necesito un cuchillo!” dos ladridos, y recuerda la navaja que Fernán guarda en el buró. Con gran dificultad abre la gaveta, un poco, lo suficiente para tantear y encontrarla. Ahí está: la cuchilla, la guillotina para ese monstruo de cinco cabezas, para esa medusa de cinco serpientes; para arrancar su miedo de sus garras, para retirar su identidad, ilesa, o para mutilarla de sí mismo. “¿Y si por desgracia me la corto?” el perro, ladrando.
—Carlos, no temas —se dice, mientras libera la hoja salvadora—, ánimo, no hay muerte. Hay una mujer.
También hay una puerta que ahora da al albur otra posibilidad; ahora hay una llave que se inserta. Ya es inútil cuanto pueda hacer: otra hoja se empieza a abrir. La navaja sube, sabe de antemano el recorrido. La vida navega en un manantial desde la garganta de Carlos, su cuerpo se mueve. Lo empieza a saber.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Después de una violación

DESPUÉS DE UNA VIOLACIÓN


Las grandes ojeras en el rostro del muchacho indicaban que no había podido dormir en las noches anteriores y ahora, día lunes, en la clase de educación física, su mente hacía un viaje retrospectivo, desatendiendo las palabras del profesor.
“Maricarmen ¡Maldita sea! ¿Por qué tenías que estar tan buena?” pensó.
No todo salió como lo planearon, ya que cuando Víctor le tapó la boca, ella le mordió la mano y tuvieron que golpearla para que no siguiera gritando. Ni siquiera veía como un privilegio el haber sido el primero. ¿Qué derecho tenía él para ensuciar esa piel tan blanca? Eso lo pensaba ahora, pero entonces, cabalgando en el lomo del deseo llegó muy lejos. Fue un salvaje. Fueron todos unos salvajes.
Víctor estaba orgulloso “¡Qué culito me tiré, compadre!” diría después; y Ricardo: “No dejamos hoyo sin llenar”. Le dieron ganas de vomitar.
“¡Pobrecita Maricarmen! No debimos haberla dejado ahí, ahí está todo tan oscuro y húmedo, y el maldito Ricardo se llevó hasta sus pantaletas. Dice que como recuerdo. Maldito sádico. ¿Quién es él, quienes somos todos los del tercero “F” para que no nos desprecies? Decían que eras bien puta y no, aún eras virgen ¡Maldita sea! ¡Y no supiste ni quien fue el primero!"
Había leído y oído cómo quedan las víctimas, lo que pasa después. El trauma, el miedo. Un embarazo.
La voz del profesor lo sacó de sus pensamientos.
—A ver, Alfaro ¿Qué pasa después de una violación?
—¿Eh? ¡Ah! Yo... esteeee... —balbuceó el muchacho.
—Dime ¿Qué dije que se hace enseguida de una violación? —preguntó el maestro.
—¿E-e-e-el violador o... o la violada? —dijo Alfredo Alfaro, visiblemente nervioso y sonrojado.
—¿Ya ves? —dijo el profesor, enojado—por andar de pachanguero. ¡Pon atención! Dije que enseguida de una violación, sólo el equipo que tenga la posesión de la pelota para ponerla en juego desde afuera de la cancha podrá efectuar una sustitución. Si una de estas...
Alfredo no supo si el profesor siguió hablando. Salió corriendo, huyendo de sí mismo.

domingo, 23 de septiembre de 2007

LO QUE PASA

Lo que pasa es que empezamos mal, decimos la palabra inadecuada. No quisiera decirlo pero ahora me siento cometiendo el mismo error: lo que pasa es lo que no reprueba, lo que no se queda afuera. Lo que pasa es el cóndor, la moda —aunque luego regresa— y lo que pasa es un programa específico a una hora esperada. Lo que pasa es la eterna, segura sucesión de segundos en el paso del tiempo.

sábado, 22 de septiembre de 2007

Wilber Sánchez nos visita

Instrucciones para cambiar el mundo


Diga usted: pateme.
Regodéese con la sensación de la letra “p” cual silbato navideño que brota de sus labios. Escuche el ambiente: oiga el canto de los grillos, disfrute la tibieza del viento que le da en la cara. La palabra tiene que surgir de sus labios como un susurro amoroso.
Hay fuertes razones para pronunciar esa palabra bajo la soledad que brinda la medianoche. Pateme dijo algún hombre prehistórico y de las piedras que golpeaba surgieron unas chispas que dieron con la hojarasca seca.
En el capítulo VIII del Libro de las revelaciones, legado de de la cultura incaica, puede leerse:
― En la soledad de aquella gruta ¿Cuál es la palabra que por indicación de los dioses dijo Manco Capac?
― Pateme, dijeron al unísono los sabios, y esa fue una palabra que no pudieron descifrar, pero afirmaron que Manco Capac luego de haberla pronunciado ordenó construir Cuzco.
En una versión apócrifa del Corán se afirma que Mahoma dijo pateme antes de emprender la primera hégira a Yathrib, hoy Medina. Hay incluso quien afirma, con cierta temeridad, que el sabio Arquímedes exclamó: ¡pateme! y no ¡eureka! —como afirman los más conservadores— al descubrir el principio que lleva su nombre y con el cual comprobó que la corona del rey de Siracusa tenía menos oro del que debía tener.
Ahora bien: ¿conoce las instrucciones para cumplir con este viejo ritual?
¿No?
Se lo voy a decir, aunque, le aclaro, éstas han sido ligeramente modificadas en función de los tiempos y de las distintas culturas. Advertencia: no tendrá más que una sola oportunidad en toda su vida.
Tome una ducha relajante. Disponga del tiempo que desee siempre y cuando no rebase la medianoche. Disfrute de la ducha. Deje que recorran por su piel una a una las gotas de agua que caen de la regadera. Concéntrese. Sienta a plenitud cada gota que cae sobre su cuerpo. Después de secarse vístase con la ropa más cómoda que disponga. Un abrigo si es necesario para evitar el frío que pudiera distraerlo. Apague las luces. Escuche el canto de los grillos. Cierre los ojos, esto le permitirá escuchar con mayor precisión su propia voz. Calcule, sin mediar relojes, el momento adecuado que marque la medianoche.
Recuerde: si acierta en el tiempo usted puede ser uno de los hombres que marque el futuro de la humanidad. En su esfuerzo puede estar la recompensa que cambie para bien el destino que le ha sido marcado por las divinidades. De lo contrario, la muerte lo espera. Pisa usted terrenos celestes. Un error podría ser fatal y los dioses para este caso no dan segundas partes.
Tenga presente algo más: no importa su lengua materna, pateme es una palabra universal, la única que en el episodio bíblico del Génesis podría permitir, de haberlo sabido, la construcción de la mítica torre de Babel.
—¿Está usted preparado?
—¿Sí? Es entonces el momento adecuado. Diga: ¡pa-te-m-e!
—¿Ya?
Ahora responda:
—¿Cambió en algo el mundo?

viernes, 21 de septiembre de 2007

y va otro

Entre líneas

En cuanto terminé de leer la carta me puse a pensar en lo que en un principio llamé una equivocación o un error debido a su imposibilidad para explicarlo en inglés, el cual dijo no hablar muy bien, aunque quizá sí estaba bien explicado y yo no era tan bueno como creía y estaba embrollándolo todo en mi mente. La carta decía: “ ...you can only get here by telephone...” y casi al final estaba el número: un número sencillo y fácil de recordar.
¿Cómo pudo decir que sólo por teléfono? Seguramente no pensó en la posibilidad de una carta o tal vez se olvidó de que claramente dijo que quería que le contestara. De cualquier forma, ¿cómo le hizo ella para llegar allá? Sonreí y volví a pensar que pudo haber querido decir “reach” en vez de “get”, quiero decir: alcanzarla, llegar a ella con mi voz y no con mi cuerpo, ya que el teléfono no es un medio de transporte.
También tuve la impresión de que posiblemente no quería que fuera a ese lugar, del que dijo estaba en la montaña.
Me pregunté cómo le hacía para vivir entre esa gente, ya que no hablaba español. Además, aunque dijo que era una arqueóloga húngara, estaba convencido de que había algo que yo no me podía explicar, como magia en el aire cuando leía las líneas y, en una especie de visión del futuro, pensé que podría tratarse de una bruja o algo así.
Ansiosamente traté de escribir las primeras líneas pero no pude encontrar las palabras adecuadas. Las que usé me parecieron pobres, carentes del sentimiento que deseaba expresar. En ese instante, casi de manera automática, levanté el auricular del teléfono y marqué su número. Mientras esperaba, me dije que era una estupidez, pero estaba como hipnotizado. Al otro lado de la línea, su voz me sonó familiar, asombrosamente conocida. Me di cuenta de que ésa era la voz que había oído mientras leía, y no la de mis pensamientos. Le dije quién era y, para mi sorpresa, dijo que ya sabía que la iba a llamar. Dije que quería verla porque estaba impresionado y luego me encontré riéndome de ella y tratando de convencerla de que uno puede viajar en camión o en carro o en lo que sea, pero no en teléfono.
—Do you really want to be here? —preguntó.
Dije que sí, que necesitaba estar allá. Le dije que ya sentía que era imposible vivir sin ella. Lo dije de veras. Es chistoso, pero mis palabras actuaban, no contra mis pensamientos, sino por anticipado, ya que en cuanto las pronunciaba, inmediatamente me convencía de que eso era lo que había querido decir.
Dijo que también me amaba y pude sentir su lengua lamiéndome completamente y, sin dolor, empecé a ser succionado por el auricular en un viaje a través de la línea telefónica cuyo destino ya sabía.

jueves, 20 de septiembre de 2007

¿Otro cuento?

RUTA UNO (3)


Vimos, vi que el colectivo se acercaba. Éramos cuatro en la parada y aunque el vehículo parecía lleno, el conductor indicó con los dedos que había lugar para cuatro personas. Decidí pagar desde afuera, antes de subir. Esto me hizo golpear a una muchacha que subía casi al mismo tiempo que yo.
Pensé que era una ventaja el que este vehículo en especial tuviera el toldo un poco más alto que lo otros, ya que pude caminar erguido hasta el último espacio al fondo, frente a la chica con la que había chocado. A mi lado iba otra, la que subió primero. Sentí el hombro derecho de ella rozando mi tetilla izquierda, después, la presión del hombro femenino se hizo más notoria mientras ellas y un muchacho gordo habían ya encontrado víctima que pasara el dinero de su pasaje.
El incidente parecía ser que a la chica de enfrente le faltaban cincuenta centavos. Esto fue motivo de broma entre los pasajeros cercanos a nosotros pero ella pareció no darse cuenta. Pensé que su aparente indiferencia era parte de la treta, que realmente no traía el pasaje completo y que se hacía la sorda, aunque después quiso completarlo.
Mis ojos buscaron los suyos. Quería hacerle plática, preguntarle acerca de su escuela pero no me constaba realmente que fuera una alumna. Volví a concentrarme en la presión del hombro femenino sobre mi pecho. A la izquierda de ella, el muchacho gordo sintió que mi mano le tocaba la espalda; volteó y le pedí que abriera la ventanilla un poco más. Dijo que era imposible. En fin, al acelerar, el vehículo nos proporcionó la ración de viento necesaria para refrescar el interior.
Mi brazo se quedó ahí, casi abrazando a la chica, de vez en cuando ella volteaba como para ver hacia la calle y yo sentía su aliento sobre mi mano. Para distraerme y no tener una erección ahí mismo, pensé que realmente yo era muy bajo de estatura, ya que el techo del colectivo no se veía tan alto, o quizá yo no había caminado totalmente erguido dentro del vehículo, porque el hombro de la chica aún seguía ahí, a un nivel de evidente diferencia.
En esto estaba sumido mi pensamiento cuando sentí las primeras gotas: estaba lloviendo, estaba empezando a llover en el interior de la van.
Dos personas sacaron sus paraguas y los abrieron trabajosamente; otros cuatro, aprovechando la circunstancia de la vecindad, de inmediato se guarecieron de la lluvia. Yo y mis compañeros de al lado y enfrente no fuimos de los afortunados. La lluvia se intensificó y todos nosotros, tristemente veíamos al interior de los otros vehículos en tránsito, tratando de percibir un asomo de maltiempo en ellos y así no sentirnos tan desgraciados, pero nada: todo en ellos parecía en condiciones normales.
Me alegré de no traer conmigo papeles importantes, todo lo demás podía mojarse, incluso mi cartera, pues no traía ningún billete. Pensé que cómo era posible que ni siquiera en esas circunstancias la chica de enfrente se dignara a dirigirme la mirada, mucho menos la palabra; la chica de al lado no tenía interés en hablarme porque eso implicaba que ya no podía seguir sobándose impunemente conmigo, ni echarme su aliento.
El conductor había apagado la luz interior. Pese a eso, vi cómo el maquillaje empezaba a corrérseles y cómo, al empapárseles la ropa, los pezones se notaban, oscuros, bajo la tela clara.
El agua empezó a subir de nivel y yo ya estaba deseando que alguien bajara para que al abrir la puerta toda esa agua se quedara también en la parada, pero no: sólo pude alegrarme de que hubiera ventanillas, y del triunfo del muchacho en su intento de abrir la nuestra, pese a las protestas de los otros conductores quienes venían siendo salpicados por nuestro vehículo.
La lluvia no amainaba, y el agua, hasta el nivel de las ventanillas, no parecía de mucho peligro, excepto en las curvas, pues se formaban olas y nuestras caras eran golpeadas por ese líquido lodoso.
Al fin llegamos a una parada que me pareció propicia y anuncié mi descenso. La chica de enfrente pensó lo mismo que yo porque al levantarme, nuestras cabezas chocaron y me hicieron exclamar un “otra vez”.
Bajé. Qué ridículo me sentí: todo mojado en una parte de la ciudad donde la lluvia aún no hacía acto de presencia.
—Bueno —me dije—, de todos modos es una buena experiencia que escribir. Al llegar a casa me sentaré frente a la computadora.
Nueve cuadras y media hacia la casa fueron cubiertas lo más pronto posible. Desde la acera opuesta vi hacia arriba, hacia la ventana de mi recámara, abierta; vi también los relámpagos y las nubes negras bajo el techo, sobre mi cama. Oí el ruido de la lluvia.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Es tan corriente morirse

Es tan corriente morirse

Morir es retirarse, hacerse a un lado...
Jaime Sabines

Con pasos lentos se introdujo al baño, cerró la puerta y le puso seguro. No pudo seguir conteniendo las ganas de llorar. Un gemido ronco, casi animal, escapó de su garganta al mismo tiempo que abría la llave de la regadera para que el sonido del agua al caer mantuviera su dolor entre esas paredes, o lo llevara disfrazado al exterior.
Sacó la hoja de afeitar del sobre de papel, se recargó en la pared, se vio las muñecas, y poco a poco fue resbalando hasta quedar sentado en el piso azul mientras revivía las escenas del viernes anterior: su novia se besa con un tipo; su adorada respetada “resputada, malditaperra” Claudia entrando a un hotel del brazo del “maldito perro” desconocido que tal vez no tenga la culpa “pero que sí la tiene porque ella es la culpa andando y él la ha tenido más íntimamente”; su sacrosanta “zarcoputa” olvidándose de su poeta “su pendejo aprendiz de poeta”. La sonrisa burlona del día siguiente, el cinismo: “¿Y qué, creíste que te amaba?” La ilogicidad de su deseo de besar aquellos labios infieles a pesar del dolor y la vergüenza que sentía. “¿Lo ves? Tampoco me quieres, es sólo deseo lo que nos une. Creo que ahora nos entenderemos mejor”.

—¡Claudia! —murmuró —¡Claudia!—mientras su mente le anticipó el suave corte de navaja. —Esto es por ti, Claudia, porque crees que mi dolor es cuento y que sufro por placer. Habría sido tan fácil decirte: nada vi, que siga la fiesta. Pero me dolió, me duele aún. Ven, asómate a la herida ahora, ahora que apenas empieza a sangrar. ¡Qué hermoso cuento! ¿verdad? ¡Qué hermoso poema! Duele tanto que hasta parece real.

Mientras hablaba, casi con voz de rezo, imaginó su sangre, joven, roja, mezclándose con el agua y con el agua escurriendo a los drenajes. Enumeró razones: que ese dolor ya lo tenía harto; que era incapaz de encontrar las manos que taparan los oídos de su soledad; que era necesario buscar un agujero donde sepultar su espíritu cobarde. Repitió lo que le dijo a ella: que su dolor no era como ella lo había pintado; que no eran sólo los mordiscos de su desprecio los que le arrancaban a pedazos los deseos de vivir; que no era su cinismo, ni su egoísmo, que era algo más. —Hay que pagar los réditos de un préstamo no deseado —dijo, tratando de convencerse—. Ha sonado el reloj que me indica que estoy fuera de tiempo; la muerte agita un pañuelo en la cara de mis sueños, de mi vida. Es hora de despertar en otro espacio.

Afuera, lejanos, oyó los pasos de su madre, y su voz: —Ya me voy, hijo, si sales me dejas las llaves con tu tía. ¡No gastes mucha agua!

“¡Claudia” pensó “¿desde cuándo me engañas? ¿con cuántos? Maldita, perra maldita”. —A la chingada —se dijo. Se puso de pie. El espejo le devolvió la imagen de un muchacho de nariz moqueante, de barba descuidada. Levantó la navaja a la altura de sus ojos aún llorosos y con la misma se empezó a rasurar, así, sin crema, sin agua, sin jabón. —¡Que me arda! —dijo— ¡para que se me quite lo pendejo!

martes, 18 de septiembre de 2007

UNA MOSCA ME MIRA



...una fuerte nostalgia en el muñón de mi caída.
RAÚL GARDUÑO, Palabras de un muerto


Una mosca me mira. Múltiple imagen la del ser que soy desde sus ojos. Mis ojos, semiabiertos, ven sobre una pata de la silla tirada a mi lado en el suelo de un cuarto giratorio, a esa grande y ruidosa mosca verde que me sabe no muerto.
Hará de mí la casa de sus hijos. Ahora mismo está imaginándome terreno —mortal, putrescible— propicio para la inversión de su tiempo y su esfuerzo; dípteros instintos vuelan hacia mí como a un gran centro recreativo anticipando las delicias de mis miasmas, escalando triunfal todas mis cimas, probando con paciencia su aptitud de espeleóloga, decorando mis paredes internas con larvas cuyo proceso de metamorfosis ayudará a revelar la edad real de mi muerte cuando, después de llamar, abran la puerta quizá derribándola y me encuentren aquí, junto a la silla exenta de hematomas, junto a la pobre silla sin mí, junto a la silla ciega segada de mí, a un lado de la silla enferma de nostalgia de mí, en un no familiar cuadro de moscas.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Sigamos haciéndole al cuento

No todo lo que brilla es ojo

Atraída por el ruido del agua del fregadero, se dirige a la cocina. Ahí está él, con los ojos rojos: señal de que ha llorado, de que no ha dormido en todas esas noches.
—¿Ves? —le dice, burlona, agitando las llaves, acompañando sus palabras con el retintín— así quería encontrarte. Ay sí, lárgate cuando quieras, ni creas que me va a doler —sigue diciendo en tono irónico. El voltea a verla. Seguro que le dijo eso: se lo gritó en su hermosa nariz, dos días atrás, la mañana del jueves, cansado de sus constantes amenazas de abandono. “¡Qué vas a hacer sin mí, infeliz, si ni siquiera sabes hacerte un par de huevos estrellados, si no sabes ni lavar un plato!”. Y ahora, después del escándalo que armó, está frente a él, burlándose, aunque con un dejo de ternura en la cara sin maquillar, con residuos de tristeza en la mirada que él conoce tan bien.
Él, cuyo torso descubierto despierta en ella el recuerdo de la última vez juntos, del hermoso sexo que son capaces de tener, de lo que él sabe hacerle sentir, cierra la llave del fregadero. Lo que él sabe hacerle sentir incluye la ira. La estúpida discusión por la piyama que él no quiso usar, por ejemplo. —El color es horrible, qué ganas de tirar el dinero en tonterías —le dijo. Y ella se fue a la cama lucubrando despedidas y venganzas. Y ahora él cierra la llave del fregadero y camina uno, dos pasos al frente, hacia ella. Y ahora él, con el torso descubierto, trae puesto el pantalón de quizá-ya-no-tan-horrible color como una señal de arrepentimiento y dolor por la pérdida de ella, quien le ve en los labios una sonrisa creciente, una luna que termina siendo una carcajada de película. Ella también empieza a reír. Sus ojos vuelven a brillar como en los primeros días de casados, y con brazos abiertos va hacia él, quien sigue riendo. Antes de que pueda alcanzarlo, oye la voz inconfundible y cantarina de una mujer que viene, seguramente, hacia ellos.
—Mi amor, al mío no le pongas cebolla —dice la chica de bellas piernas bronceadas que combinan a la perfección con el esmeralda de la camisa de la piyama—. Ni mayonesa —agrega, sin reparar en las dos maletas con las que casi tropieza. El sí choca con una al salir atropelladamente de la cocina pero, sin darle tiempo a reaccionar, conduce a la chica de regreso a la recámara.
—Y yo que te partí toda una hermosa cebolla —dice—, ahora te la comes —bromea, casi gritando, aun cuando es bajo el volumen de la música en el estéreo encendido en la revuelta habitación.
En la cocina, la esposa aún no sale de su asombro. Con pasos lentos se dirige al fregadero. “Es sólo una batalla, no la guerra.” Piensa, y decide qué hacer. Hay probóscides que gustan del jamón y del queso amarillo, hay moscas que hacen parada sobre el pan, que sobrevuelan el tomate y las cebollas en la tabla de picar. Otras van a posarse sobre el filo de un cuchillo que ella conoce muy bien.

sábado, 15 de septiembre de 2007

Héroe y suero


A Paco

. . .
Entro luego en ámbito de arenas evangélicas, veo sombras de manos y huelo el vibrante viático de mi Hermano.

DAVID HUERTA

Y así es como todo transcurre en mi visita al hospital: de arriba de la cama, la idea; de arriba viene la idea amarilla a buscar hospedaje a lo largo de las venas del héroe; viene en el nombre del cielo, cayendo gota a gota. Gota a gota desde la bolsa que pende de una cruz de brazos retorcidos viene, viene a buscar hospedaje; en el nombre del cielo toca a las puertas del inmenso, hermoso corazón de mi hermano el héroe.
Yo enumero entonces mis razones para admirarlo. Mientras el suero cae gota a gota, escribo de su destino. Mientras el suero cae gota a gota, medito en lo ambiguo de la frase, mientras el suero cae gota a gota, mientras el brazo del héroe se hace el fuerte.
Y está la ubicación, mi conciencia, el estado de los otros enfermos que comparten pabellón con el héroe, y deseo repetir la palabra hasta el cansancio, jactarme de mi juego, mientras gota a gota gota a gota.
Luego, la admiradora: una mujer bajita y muy coqueta que viene a cada rato a la cama del héroe mi hermano para admirarle el traje, la máscara invisible, la personalidad que pese a la cirrosis no se ha ido. La capa imaginaria le sugiere gozosos y altos vuelos y ve que han sido duras las caídas.
—Hasta dónde has caído, papacito —dice la nueva fan.
—Y todo lo que falta —responde el débil héroe. —Lo malo de la tierra se llama gravedad—murmura el héroe, me mira el héroe, reímos el héroe y yo, y el suero también ríe con nosotros.

viernes, 14 de septiembre de 2007

En tramos de espacio

Candy, mi tío quiere conocerte

1:25. Pensar, hablarme de algo para aplacar este deseo de apresurar los minutos, o para no sentir su transcurso.

La madrugada ha estado llena de canciones en español. No cabe esa música, esa voz, en un automóvil estacionado en algún lugar de la calle, quizá frente a la casa. Se filtra todo, sale todo en torrentes repartiendo su dosis en cada casa casi al mismo instante.
1:20. Cierro los ojos. Las imágenes vuelan hacia mí y están ahora a mi alcance, puedo tocar todo eso con los dedos de la mente, casi sin quererlo; son cosas que nacen de sí mismas, una implicando a la otra, atrayéndose, imbricándose, dejando a la vista parte de su estructura mientras abro puertas y ventanas y caigo en el sueño. Una dulce angustia me aprisiona en el cuarto mientras veo a la muchacha sentada en la cama contigua. Su rizado pelo le cubre la cara. Se ha desvestido y el cuarto está lleno de su fragancia y de su frío. Tiemblo. Ella se para. Se aproxima. Abre los labios y su voz suena melódica diciendo, cantando: ten cuidado con el corazón, y me doy cuenta de que se burla de mí, de que no es ella quien dice eso, de que es una canción que suena en algún lado como una advertencia, como alguien cediéndome su dolor, su miedo, bajándose del árbol de la amargura, dejándome en su lugar. Me doy cuenta de que estoy en un sueño y regreso al cuarto que habito solo. La una veinte de la mañana todavía, como si el reloj se hubiera detenido y no hubiera un tic-tac tocándome, palpándome por dentro del único oído que ofrezco sobre la cama donde duermo de espaldas a la pared. La una veinte de la mañana y hay un sueño recurrente, hay un presentimiento, una revelación en esta manera de querer satisfacer mi duda. Creer que al ver a Candy encontraré una manera de olvidar esta sensación de estar enfermo de tristeza, de muerte, de algo, no sé, de esta estúpida hipocondría que me atormenta desde la una de la mañana los días martes y miércoles de cada semana.
Nunca quise que Candy fuera una muchacha muerta en esta casa, una muchacha que se me aparece en sueños, que llena mi habitación de recuerdos de sueños que quisiera nunca haber vivido, de una vida que quisiera nunca me hubiera ocurrido: una historia en la que una niña puede ver a esa muchacha y le pide que aparezca a mi lado, como para deshacerse de esa visita, como para legarme su desvelo. Ahora hay un enfermo, un hombre que llegó a esta casa con la idea de que llegaba solamente a casa de una prima, hay una habitación extra en la que él es hospedado: ésta, aquí. Aquí he visto morir a Candy, aquí la he visto llorar su inútil muerte física; aquí, envuelto de frío y perfume, paralizado por el miedo y un extraño amor creciente. Reconozco las dos camas, la pared, ahora despintada de verde, el mueble en el que pongo mis libros y mi ropa, la mesa, la silla, las persianas, el piso de mosaicos amarillos. Yo no recurro al sueño, lo juro, es el sueño el que recurre a mí para hacerse real.
El auto de la calle se ha ido, se ha llevado su música. En unos segundos, como en una hora simbólica, cuando sea cuarto para las dos, empezaré a oír el murmullo. Casi no tengo fuerzas para pararme, para abrir la puerta de mi cuarto, para deslizarme sin ruido por el pasillo, para asomarme a la puerta que Alicia, mi sobrina, ha dejado entreabierta, y ver a Candy ligeramente inclinada sobre ella, quizá hablándole de mí
(del libro colectivo inédito EN TRAMOS DE ESPACIO)

martes, 11 de septiembre de 2007

De sánguches

“Haz sándwich”, dijeron, y sonó a que tenía que hacerlo como angustia—as anguish, o como lo hace la angustia. Bueno, cada quien habla de la feria... por lo pronto, me imagino a la mentada angustia emparedando —apretando, asfixiando, oscureciendo— ciertos restos de felicidad.

HECHO DE CUENTA


A Emiliano Esquinca



Echar de menos el hilo a la hora en que alguien hace de cuenta. Hay un hilo conductor que se rompe o que nunca se agarra y entonces uno ya no puede hacer de cuenta, si es que acaso quiere. Haz de cuenta: un hilo grueso o delgado pasando por ti, y llevándote consigo consigue un amasijo de momentos que en adorno bonito y brillante amarrará perfectamente el final con el inicio, corriendo suavemente, suavemente dando vuelta, con imaginación. Haz de cuenta un haz de cuentas.

lunes, 10 de septiembre de 2007

A ROACH IS A ROACH IS A ROACH



Había una cucaracha en el lavabo. Yo usaba tu cepillo —te beso así en tu ausencia en pleno derecho de amante abandonado—, lo tenía en la mano, ya con pasta cuando vi al animal de un café hermoso de vidrio de botella. “Animal y lámina” pensé, palindromándola en una secuencia de extraño inicio, no animado a matarla, mesmerizado por sus ojos falsos, curado de soledad por dos segundos. “A roach is a roach” me dije, me dijiste, alguien nos dijo y le puse la muerte en detergente. Después, en su estertor, mis dos manos la tomaron por sendas antenas y la arrojaron al piso en un lance de judo con lujo innecesario de violencia. Sintióse Samsa recién transformado pero ni aun el recuerdo de Kafka pudo evitar el borde de cubeta puesto con piedad sobre su cuello, haciéndole perder la cabeza por mí para que yo, el señor, pudiera lavarse tus dientes en paz.