miércoles, 19 de septiembre de 2007

Es tan corriente morirse

Es tan corriente morirse

Morir es retirarse, hacerse a un lado...
Jaime Sabines

Con pasos lentos se introdujo al baño, cerró la puerta y le puso seguro. No pudo seguir conteniendo las ganas de llorar. Un gemido ronco, casi animal, escapó de su garganta al mismo tiempo que abría la llave de la regadera para que el sonido del agua al caer mantuviera su dolor entre esas paredes, o lo llevara disfrazado al exterior.
Sacó la hoja de afeitar del sobre de papel, se recargó en la pared, se vio las muñecas, y poco a poco fue resbalando hasta quedar sentado en el piso azul mientras revivía las escenas del viernes anterior: su novia se besa con un tipo; su adorada respetada “resputada, malditaperra” Claudia entrando a un hotel del brazo del “maldito perro” desconocido que tal vez no tenga la culpa “pero que sí la tiene porque ella es la culpa andando y él la ha tenido más íntimamente”; su sacrosanta “zarcoputa” olvidándose de su poeta “su pendejo aprendiz de poeta”. La sonrisa burlona del día siguiente, el cinismo: “¿Y qué, creíste que te amaba?” La ilogicidad de su deseo de besar aquellos labios infieles a pesar del dolor y la vergüenza que sentía. “¿Lo ves? Tampoco me quieres, es sólo deseo lo que nos une. Creo que ahora nos entenderemos mejor”.

—¡Claudia! —murmuró —¡Claudia!—mientras su mente le anticipó el suave corte de navaja. —Esto es por ti, Claudia, porque crees que mi dolor es cuento y que sufro por placer. Habría sido tan fácil decirte: nada vi, que siga la fiesta. Pero me dolió, me duele aún. Ven, asómate a la herida ahora, ahora que apenas empieza a sangrar. ¡Qué hermoso cuento! ¿verdad? ¡Qué hermoso poema! Duele tanto que hasta parece real.

Mientras hablaba, casi con voz de rezo, imaginó su sangre, joven, roja, mezclándose con el agua y con el agua escurriendo a los drenajes. Enumeró razones: que ese dolor ya lo tenía harto; que era incapaz de encontrar las manos que taparan los oídos de su soledad; que era necesario buscar un agujero donde sepultar su espíritu cobarde. Repitió lo que le dijo a ella: que su dolor no era como ella lo había pintado; que no eran sólo los mordiscos de su desprecio los que le arrancaban a pedazos los deseos de vivir; que no era su cinismo, ni su egoísmo, que era algo más. —Hay que pagar los réditos de un préstamo no deseado —dijo, tratando de convencerse—. Ha sonado el reloj que me indica que estoy fuera de tiempo; la muerte agita un pañuelo en la cara de mis sueños, de mi vida. Es hora de despertar en otro espacio.

Afuera, lejanos, oyó los pasos de su madre, y su voz: —Ya me voy, hijo, si sales me dejas las llaves con tu tía. ¡No gastes mucha agua!

“¡Claudia” pensó “¿desde cuándo me engañas? ¿con cuántos? Maldita, perra maldita”. —A la chingada —se dijo. Se puso de pie. El espejo le devolvió la imagen de un muchacho de nariz moqueante, de barba descuidada. Levantó la navaja a la altura de sus ojos aún llorosos y con la misma se empezó a rasurar, así, sin crema, sin agua, sin jabón. —¡Que me arda! —dijo— ¡para que se me quite lo pendejo!

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