domingo, 16 de septiembre de 2007

Sigamos haciéndole al cuento

No todo lo que brilla es ojo

Atraída por el ruido del agua del fregadero, se dirige a la cocina. Ahí está él, con los ojos rojos: señal de que ha llorado, de que no ha dormido en todas esas noches.
—¿Ves? —le dice, burlona, agitando las llaves, acompañando sus palabras con el retintín— así quería encontrarte. Ay sí, lárgate cuando quieras, ni creas que me va a doler —sigue diciendo en tono irónico. El voltea a verla. Seguro que le dijo eso: se lo gritó en su hermosa nariz, dos días atrás, la mañana del jueves, cansado de sus constantes amenazas de abandono. “¡Qué vas a hacer sin mí, infeliz, si ni siquiera sabes hacerte un par de huevos estrellados, si no sabes ni lavar un plato!”. Y ahora, después del escándalo que armó, está frente a él, burlándose, aunque con un dejo de ternura en la cara sin maquillar, con residuos de tristeza en la mirada que él conoce tan bien.
Él, cuyo torso descubierto despierta en ella el recuerdo de la última vez juntos, del hermoso sexo que son capaces de tener, de lo que él sabe hacerle sentir, cierra la llave del fregadero. Lo que él sabe hacerle sentir incluye la ira. La estúpida discusión por la piyama que él no quiso usar, por ejemplo. —El color es horrible, qué ganas de tirar el dinero en tonterías —le dijo. Y ella se fue a la cama lucubrando despedidas y venganzas. Y ahora él cierra la llave del fregadero y camina uno, dos pasos al frente, hacia ella. Y ahora él, con el torso descubierto, trae puesto el pantalón de quizá-ya-no-tan-horrible color como una señal de arrepentimiento y dolor por la pérdida de ella, quien le ve en los labios una sonrisa creciente, una luna que termina siendo una carcajada de película. Ella también empieza a reír. Sus ojos vuelven a brillar como en los primeros días de casados, y con brazos abiertos va hacia él, quien sigue riendo. Antes de que pueda alcanzarlo, oye la voz inconfundible y cantarina de una mujer que viene, seguramente, hacia ellos.
—Mi amor, al mío no le pongas cebolla —dice la chica de bellas piernas bronceadas que combinan a la perfección con el esmeralda de la camisa de la piyama—. Ni mayonesa —agrega, sin reparar en las dos maletas con las que casi tropieza. El sí choca con una al salir atropelladamente de la cocina pero, sin darle tiempo a reaccionar, conduce a la chica de regreso a la recámara.
—Y yo que te partí toda una hermosa cebolla —dice—, ahora te la comes —bromea, casi gritando, aun cuando es bajo el volumen de la música en el estéreo encendido en la revuelta habitación.
En la cocina, la esposa aún no sale de su asombro. Con pasos lentos se dirige al fregadero. “Es sólo una batalla, no la guerra.” Piensa, y decide qué hacer. Hay probóscides que gustan del jamón y del queso amarillo, hay moscas que hacen parada sobre el pan, que sobrevuelan el tomate y las cebollas en la tabla de picar. Otras van a posarse sobre el filo de un cuchillo que ella conoce muy bien.

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