lunes, 8 de octubre de 2007

Muerto. . .

MUERTO Y ARRIMADO


Había dos jeringas, y él sabía que una estaba llena de tristeza y la otra de felicidad; el problema era que las dos tenían el mismo color ¿cómo diferenciarlas?
—Pruébelas —dijo alguien—, pero tampoco es un buen método: hay tristezas tan dulces como la felicidad; de todas formas, confíe en la veracidad de las etiquetas de los frascos: ésta es tristeza —dijo, pero él, hasta entonces, no veía ninguna etiqueta —y esta otra es felicidad. Sólo tiene que cuidarse de no dejar juntas las dos jeringas.
Cuando despertó se sentía diferente. Recordó todo como en un sueño, le gustó la idea y quiso escribirla. Se levantó, salió de su cuarto y fue a su estudio y entonces se dio cuenta de que la luz ya estaba encendida “¿Estaré soñando todavía?” pensó. Regresó a su recámara, pero no se encontró. De vuelta a su estudio se vio, sentado, leyendo. Lleno de extrañeza se acercó para comprender que ése era sólo su cuerpo y que leía un esquema acerca de inyecciones de tristeza y de felicidad.
Regresó a su cama, triste. Pensó que quizá ya había sucedido antes y él no se había dado cuenta, quizá algunas ideas o esquemas que no recordaba haber escrito. Pero, después de todo, era una buena cosa eso de estar acostado, pensando o durmiendo mientras el cuerpo de uno escribe lo que uno piensa o sueña; le alegró pensar que en poco tiempo, media hora a lo sumo, su cuerpo regresaría y se acostaría sobre él, espíritu, y otra vez volverían a ser uno solo.
Durmió por un rato. Lo despertó el ruido: algo frotando algo. Sintió miedo, pero quiso explicárselo. Se encontró a sí mismo tratando de frotar su pie contra el colchón, pero el ruido no coincidía con sus movimientos. Frotó, o buscó con el pie o con el recuerdo de su pie una superficie que emitiera el mismo ruido, pero no hubo tal. Para entretenerse se dispuso a oír sus latidos; desde pequeño lo hacía. La experiencia le ha enseñado que no sabe dormir bocabajo y que recostarse bocarriba le provoca pesadillas. Recordó cómo, cuando niño, creía que la almohada palpitaba o que tenía un corazón en la oreja, como un despertador, un reloj que algún día se detendría y no lo despertaría jamás.
—¡Hey! —se dijo— ¿dónde está mi corazón? ¿se ha detenido? ¡Pero estoy vivo! Ah, entiendo, los espíritus no tienen ruidos internos. Se paró inmediatamente. La inyección de felicidad había agotado su efecto o quizá la de tristeza era más poderosa. Se paró y se dirigió al estudio. Su cuerpo seguía leyendo y ahora escribía. Reconoció el ruido, que ya había olvidado, y que ahora se hacía consciente: provenía del lápiz con el que la mano del cuerpo tomaba notas o tachaba ideas.
—Todo esto es tan extraño —se dijo, mientras regresaba a la cama. —¡Oh no! Dijo, al momento de acostarse: otra idea había venido a él, y le preocupó, ya que eso significaba más trabajo para el cuerpo. —Esta idea me gusta —se dijo, sin embargo, y aunque imaginó que su cuerpo la estaría escribiendo, quiso cerciorarse de ello, así que regresó al estudio, y sobre el hombro de su cuerpo vio lo que éste escribía.
—Qué bien —se dijo, y otra vez sintió la felicidad correr por sus venas imaginarias. Regresó a su cama, se recostó y segundos después, oyó cómo la luz del estudio se apagaba y luego, los pasos de su cuerpo, aproximándose.
—Vaya —dijo— ya se cansó.
El cuerpo se recostó junto a él, casi sobre él, pero el mecanismo natural de succión cuerpo-espíritu no funcionó esta vez. Él, espíritu, se metió manualmente dentro del cuerpo, pero éste se mueve mucho mientras duerme y él, espíritu, se da cuenta de esto. Más tarde, no muy tarde, el cuerpo parece notar también que es una de dos partes inestables y se desespera y se desesperan ambos por no poder estar juntos, unidos. Ahora, el espíritu duerme profundamente al lado del cuerpo, quien no duerme, porque se ha quedado sin ideas, y una dulce y real tristeza recorre sus venas con tierna y lenta paciencia.

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